EL OLVIDADO CONCEPTO DE NACIÓN DE NICOS POULANTZAS

Pocas veces se le ha puesto la atención necesaria al cuarto apartado de la primera parte del Estado, Poder y Socialismo (en adelante EPS): la nación. En Poder político y clases sociales en el Estado capitalista (en adelante PPCS) la nación aparecía como un rasgo “normal” de los Estados constitucionales o repúblicas democrático-burguesas con liderazgo de clase hegemónica. Por su puesto, después de su libro del 68 también investigó las formas excepcionales (fascismo y dictadura) y posliberales (Estados intervencionistas y estatismos autoritarios) a las que corresponden formas específicas de centralización, duplicación de aparatos y difusión ideológica. Pero no vamos a seguir este camino por el que tendríamos que comentar el papel histórico de la nación según las investigación de Fascismo y dictadura y La crisis de las dictaduras, pues sólo en EPS encontramos el abordaje de esta como materialidad y relacionalidad estratégica espacio-temporal propia del Estado capitalista. Mientras que en PPCS la perspectiva se basa en la forma típica del Estado capitalista, el EPS considera los rasgos institucionales que caracterizan tanto a sus formas normales como a las excepcionales. La nación ya no es solamente un predicado contingente de la estatalidad, sino una presencia que califica la relacionalidad social de la política en el Estado. Este acercamiento se vuelve aún más interesante si tenemos en cuenta el contexto marxista que venía destacando las crecientes dificultades para teorizar el Estado y el ámbito político en general (Althusser y Colletti).

Al principio de este apartado el griego establece cuatro principios clave sobre la nación. Primero critica las aproximaciones que la entienden como una esencia previa al capitalismo en términos de su unidad reproductiva compuesta por elementos “semi-transhistóricos”. Pero así como la nación no se agota en la “cultura”, también es posible identificar su permanencia incluso después de la extinción del Estado en el comunismo. En segundo lugar, establece que aunque es cierto que un mismo Estado puede contener a más de un proyecto nacional; la autodeterminación nacional se extiende hacia al derecho de fundar un Estado propio. En tercer lugar, afirma que la identidad y continuidad de la nación moderna se hace pertinente sólo con la materialidad del Estado capitalista. Es decir, el Estado tiende a abarcar una única y misma nación que contornea los nudos de la reproducción de las relaciones sociales capitalistas. En cuarto lugar, declara que la unificación del mercado interno, o constitución de los libres intercambistas de mercancías y poseedores de capital, no explica por qué dicha integración se realiza en el nivel nacional y no en otro. La homogeneización del mercado interno supone el cierre de un espacio que, precisamente, se trata de unificar nacionalmente. A grandes rasgos, las anotaciones de Poulantzas nos llevan a distinguir analíticamente los conceptos de Estado y nación. Por un lado, podemos determinar la irreductibilidad de la nación al Estado, pues este último sería el que condensa y acuerpa las relaciones políticas de fuerza que se desarrollan en aquella. Si se trata de un Estado nacional, ello significa que la dominación propia del bloque en el poder no sutura la materialidad del Estado. Por otro lado, no obstante, si el Estado es el que corporiza la unidad social de la nación, con sus adentros y afueras, entonces se vuelve imposible concebir históricamente una nación sin Estado.

Teóricamente, dado el antieconomicismo y el antihistoricismo aún latente en EPS, lo nacional no podría ser un sedimento transhistórico cultural al margen de las formaciones sociales y tampoco una caricatura ideológica que inventan las clases poderosas para dominar a las clases dominadas. Por ende, no puede ser tampoco una comunidad a la que se añade la economía, Estado, territorio, ideología o cultura. Es cierto que el griego tiene una consideración explícita de estos elementos, pero tales –concebidos externamente como vínculos de unión empírica– no explican por sí mismos su integración histórica. Una formación nacional refiere a un principio articulatorio de constitución social (constante e inacabado) entre la política, economía e ideología, que es unificado bajo la hegemonía de una clase dominante por medio del Estado. La constitución nacional refiere al proceso de unificación política por medio de la formación de un sistema hegemónico en el que una clase domina a través de la nación, en ella y como ella, para constituirse como clase nacional. La nación no tiene una existencia fuera de los sistemas hegemónicos, y por eso no se reduce a un hecho empírico, recipiente neutral o comunidad imaginaria. Supone una integración contradictoria de los distintos grupos y clases sociales producto de incesantes luchas económicas, políticas e ideológicas, que arrojan como resultado diversas configuraciones de fuerza materializadas en el Estado. No obstante, las capacidades de esa articulación se desarrollan siempre en el límite de la estructuración clasística de la sociedad. En suma, lo nacional no se refiere al proceso de constitución de la burguesía, sino a la constitución de una formación social con hegemonía de clase. Según esta interpretación, ni las clases se constituyen como un resultado exclusivo de las relaciones económicas, ni la nación es una sustancia previa a la lucha de clases. Las clases dominantes son clases nacionales y el desarrollo de la nación deviene en una forma específica de la lucha de clases.

Ahora bien, una vez indicadas las coordenadas conceptuales en las que se coloca el problema nacional, es posible proceder a investigar las formas existenciales que conforman la nación moderna como tal: el territorio y la tradición que se inscriben en las matrices espacio-temporales del MPC. Se trata de una territorialidad y de una sustancia de tradición propias de un circuito de producción y consumo específico. Esto quiere decir que las formas de las discontinuidades y las historicidades se conforman por una especificidad que las integra precisamente como materialidades necesarias al MPC. El punto de partida es que ninguna discontinuidad e historicidad se inscribe de manera homogénea en las categorías de un espacio y tiempo transversal a todos los modos de producción. Si hablamos de un espacio y de un tiempo que conforma a la nación, es decir, moderna  y concreta, es porque se constituyen en una matriz común a las relaciones sociales de explotación, que atraviesan a las formaciones sociales signadas de manera capitalista. Hablar de las matrices espacio-temporales propias del modo de producción capitalista es lo mismo que hablar de las relaciones sociales del capitalismo desde el punto de vista de su espacialidad y temporalidad. Pocos especialistas han notado la novedad de este planteamiento. Como dice Rivadeo: “Hasta el libro de de Poulantzas Estado, poder y socialismo, la investigación marxista había considerado, también, que los cambios espacio temporales se inscribían en el ámbito ideal, otorgándoles un lugar marginal en cuanto componentes ideológicos-culturales, relativos a la modalidad en que las sociedades y las clases se representan el espacio y el tiempo.”[1]

Sobre el espacio, es la forma de la producción de los límites y las comunicaciones de las relaciones sociales constitutivas las que materializan las matrices espaciales de cada modo de producción por las que posteriormente se vuelve posible consumir el espacio. Si la característica fundamental del MPC es la separación del trabajador respecto de los medios de producción, debemos pensar esta escisión como constitutiva. Dadas las relaciones de producción y la división social del trabajo en el MPC, el espacio moderno implica las características de la heterogeneidad, discontinuidad, demarcación, jerarquización, serialidad, antifocalidad, impersonalidad e irreversibilidad. Estas no son efecto directo de las correlaciones de fuerzas en un punto preciso de la historia, sino que emergen como un corolario de la matriz espacial del MPC que se caracteriza por un espacio de fronteras, comunicaciones seriales y modalidades de reproducción sin límites intrínsecos a la acumulación como tal. Si existe una tendencia a la homogeneización, esta siempre será tendencial y problemática porque se plantea a partir de cortes y distancias tendencialmente mundializables. Una vez constituidas las fronteras, los mercados internos y      naciones, se convierten en los puntos nodales de la transnacionalización de la producción, las guerras territoriales de redivisión e incluso el genocidio. Todos estos dispositivos son propios del MPC porque su lógica deriva del proceso capitalista de producción: aquí el espacio es inscrito por la acumulación del capital y atraviesa las discontinuidades que a su vez son que subsumibles al imperialismo. El Estado de esta matriz espacial moldea a los sujetos en mónadas idénticas frente a él y distribuye unos contornos poblacionales-territoriales pertinentes a los anclajes materiales del poder por medio de los aparatos que materializan dicha matriz a lo largo de la nación: ya sea en el ejército, escuela, policía, burocracia,      prisiones, etc. Por eso se trata de un espacio que de por sí ya es político en el sentido de que el Estado tiende a monopolizar los procesos de la organización del territorio nacional.

Sobre el tiempo, propone que no existe algo así como un tiempo objetivo sometido a la ideología de un grupo o fracción de clase. El tiempo no es una entidad neutra a la que se sobre-escriban otras realidades en una relación de continente a contenido. La matriz temporal propia de la modernidad constituye un marco referencial inducido por las relaciones sociales de producción y los procesos de trabajo del MPC. Se trata de un tiempo segmentado, irreversible, sucesivo, progresivo y mensurable, pues con el proceso de valorización como sucesión de innumerables fragmentos articulados en un encadenamiento acumulativo se exterioriza una forma de riqueza progresiva en los productos del trabajo. El tiempo se vuelve relativamente abierto, pero sin fin. La idea del tiempo lineal es algo vieja, pero alcanza su fuerza actual con la aparición de relojes cada vez más exactos y baratos, es decir, omnipresentes y basados en la forma valor. Sobre esta base,el Estado enraíza su materialidad institucional para regular los ciclos temporales de las resistencias subalternas. En la unificación del pueblo-nación monopoliza la historia de las clases subalternas, las convierte en un segmento determinado por él y las codifica según la historia nacional que en él se deposita. Controlar el tiempo significa someter las temporalidades a una medida homogénea. El poder político del Estado acapara el tiempo que interviene en el establecimiento de esa matriz en el sentido de que monopoliza los procedimientos de su organización erigidos por él mediante sus redes de dominación.

Las matrices espacio-temporales encuentran su fundamento lógico en las relaciones de producción y en la división social de trabajo, y por ello no se reducen a la historia cultural de las mentalidades o al paradigma de los conceptos científicos en boga. Como se trata aquí de una materialidad del Estado capitalista, la relacionalidad se inscribe marcada por el desarrollo hegemónico de la burguesía. El Estado privilegia una adopción determinada de horizontes espacio-temporales de acción en las estructuras políticas: lugares, momentos, escalas y ritmos para estirar o comprimir los eventos.[2] Sólo así integra elementos como la unidad económica, el territorio y el lenguaje en la matriz espacio-temporal básica del MPC. Si la nación moderna es un producto del Estado es porque los elementos constitutivos de la nación, que se desarrollan en el seno de la tradición y el territorio, son modificados por la acción directa del Estado en la organización material del espacio y el tiempo. Es el Estado el que instaura el nexo particular entre historia y territorio cuya intersección es posible gracias a la nación moderna. No obstante, las relaciones de producción que aparecen atravesadas por la lucha se desarrollan sobre las matrices espacio-temporales, y por ello la nación también resulta un efecto contingentemente necesario de una relación de fuerzas entre clases. Esto quiere decir que las concepciones de tiempo, espacio y nacionalidad están sobredeterminadas por la lucha de clases; hay variantes burguesas y proletarias de la matriz espacio-temporal capitalista y también versiones de clase contrastantes de la nación. Las contradicciones que brotan de esta dinámica espacio-temporal no son resueltas en la nación, sino que la nación se configura por ellas hasta que se convierten en regulables por el Estado. Nación es otra forma de decir condensación relacional del metabolismo político, económico e ideológico hegemonizado por una clase en el Estado según una espacio-temporalidad determinada.

La nación no tiene una existencia exterior a los sistemas hegemónicos; de hecho, una misma formación social puede acoger varios programas nacionales. Esto no significa que la nación sea un recipiente vacío ocupable desde el exterior por diversos contenidos. La nación es un campo de estabilidad que, una vez erigida, constituye las posibilidades de realización de las programáticas nacionales por venir. En realidad, condiciona el despliegue de las luchas clasístico-nacionales, en el sentido de que estas habrán de moverse, configurarse y entramarse dentro de su lógica, reproduciéndola y desarrollándola. Es una materialidad relacional porque presupone una continuidad sin la cual no podría articular en su interior la diversidad de las contradicciones que brotan de las formaciones sociales concretas, tanto de la economía, la política y la ideología; como del pasado, el presente y el futuro. Nación es otra forma de decir continuidad, sobre la que se asienta y presupone. La proyección histórica de la nación en un pasado y un futuro únicos excluye la posibilidad de su división, duplicación o conversión en otra. De ahí que su transformación continua se presenta como un permanecer idéntico a sí misma.[3]

El planteamiento anterior podría parecer algo anacrónico si tenemos en cuenta que el desarrollo del capitalismo actual ha tendido a transformar y sobrepasar la fase de las escalas nacionales. Las viejas y nuevas capacidades estatales están siendo reorganizadas territorial y funcionalmente en los niveles supranacional, subnacional y translocal. Los cuerpos internacionales, transnacionales y panregionales poseen una larga historia; lo significativo en la actualidad es el impresionante aumento en su número, ensanchamiento y adquisición de nuevas e importantes funciones. El Estado condensa una relación internacional entre clases y fracciones de clases. Sin embargo, ello no equivale al surgimiento de un supuesto «Estado global”, a menos que renunciemos al significado mínimo de territorialización de una autoridad política centralizada. En realidad, en estas escalas nos encontramos, como indica Poulantzas, con una delegación parcial y condicionada de dichas funciones para mejorar la coordinación de la política económica entre los diferentes Estados. Las burguesías transnacionales e internacionales no han accedido a refundar su dominación sobre otra base más general y coherente (local, urbana, triádica o mundial) que la forma nacional-transnacional que constituye la dinámica global del capitalismo mundial. Según nuestro autor: “incluso en la fase actual, caracterizada por la internacionalización del capital, la nación moderna —ciertamente transformada— sigue siendo para la burguesía el foco de su reproducción, que toma precisamente la forma de una internacionalización o transnacionalización del capital.”[4] Incluso si se estableciera un Estado mundial, se vería sometido a una tensión entre su pretensión jurídico-política de unidad y la pluralidad estatal. Por ello, es posible establecer que lo nacional continúa siendo la forma más general y estable de ese complejo sistema de dominación.[5] La emergencia de nuevas fracciones burguesas, cuya dominación supone la eliminación de varias conquistas populares y la profundización del sometimiento de los sectores subalternos a nivel nacional y de las naciones dependientes a nivel global, no imbrica la supresión de la nación, sino la destrucción sostenida de las bases sobre las que se había constituido el sistema hegemónico anterior. Aun así, la dominación nunca es absoluta. Si el ejercicio para erigir a una clase en el poder implica de alguna manera la integración subordinada de la furia de los oprimidos en el proyecto de los opresores, entonces hay ahí un reconocimiento de la densidad de las resistencias que adquieren una modalidad específica en el ámbito nacional-transnacional contemporáneo. En suma, como la nación tiene el mismo terreno de constitución relacional que el Estado, las clases dominadas marcan con su sello al Estado en su aspecto nacional. Lo nacional es la resistencia de las clases dominadas, en su relación con las clases dominantes, en el Estado.

Uno de los corolarios más relevantes en torno a esta lectura relacional de la cuestión nacional refiere a la posición política de la transición al socialismo. Los avances poulantzianos sobre la nación minan la perspectiva marxiana inicial atravesada por la concepción universalista, teleológica y cosmopólita de la historia que siempre desestimó las líneas de la autodeterminación nacional. También suspenden la validez del evolucionismo marxista basado en una supuesta progresividad del capitalismo que apuntala el corporativismo obrerista, el neocolonialismo y la instrumentación nacionalista del internacionalismo proletario. Históricamente, del quiebre de la primera hipótesis –sustentado por la Tercera Internacional (posterior a sus primeros cuatro congresos) en torno de la confluencia de los movimientos nacionales bajo una revolución socialista europea– emergerá finalmente el nacionalismo estalinista. En los tiempos de Poulantzas este era un problema de primer orden, pues aunque un tercio del globo parecía definirse anticapitalista, el desarrollo del socialismo quedaría bloqueado por la misma nación que decía encarar los intereses universales de clase obrera en su conjunto.

Para el griego, en cambio, si la existencia y las prácticas de los trabajadores llevan en sí mismas una superación histórica de la nación en su sentido moderno, no pueden materializarse bajo el capitalismo más que como una variante de los trabajadores de esa nación. Hay internacionalización de los trabajadores en la medida en que hay clases trabajadoras nacionales. La transición al socialismo no puede ser sino nacional, en el sentido de que implica un conjunto de luchas orientadas a intensificar la crisis del viejo sistema hegemónico para rearticular todas las contradicciones de la formación social en un nuevo metabolismo nacional. Esto supone a la nación como una realidad abierta por donde es posible quebrar su adherencia burguesa particularista y antidemocrática. En la transición socialista la permanencia de ciertos caracteres democráticos establecidos en las instituciones representativas, la división de poderes, las elecciones libres, los mecanismos pacíficos de cambio de gobierno, el pluripartidismo, la libertad de prensa y el estado de derecho, se profundizan para que las clases dominadas puedan articular una pluralidad de luchas, proyectos y elementos ideológicos direccionados a conquistar el poder político y crear una democracia socialista.[6] Si la democracia llega a investir también al aparato productivo de forma sustancial entonces las formas de producción capitalistas llegan al fin de su existencia histórica y se reduce tendencialmente la autonomía de lo político respecto de lo económico.[7] Estas premisas nos permiten criticar la vieja suposición (previamente compartida por nuestro autor) acerca del funcionalismo del Estado democrático para reproducir al capital, en detrimento de los regímenes excepcionales que serían demasiado frágiles para sobrevivir. Si observamos a los “tigres asiáticos”, capitalismo y democracia no se ajustan tan armónicamente, sino que la dominación autoritaria puede considerarse como una ventaja de posicionamiento. Por tanto, en el último Poulantzas la democracia no constituye un obstáculo a destruir o objetivo formal en sí. Aquí el vínculo entre democracia y lucha hegemónica se realiza en la nación. Esto explica la ausencia de un programa para la eliminación de las naciones en pro de una “república socialista mundial”. Lo importante es la reapropiación estatal-nacional de la historia de las clases dominadas. Al respecto, Poulantzas enuncia que: “o puede haber más que transición nacional al socialismo, y no simplemente en el sentido de un modelo universal adaptado a las singularidades nacionales, sino en el sentido de una pluralidad de vías originales al socialismo, cuyos principios generales extraídos de la teoría y de la experiencia del movimiento obrero mundial no pueden ser más que paneles indicadores.”[8]

En el momento en que hubo un grito general sobre la “crisis del marxismo”, Poulantzas se mantuvo comprometido con el papel determinante del modo de producción y el primado de la lucha proletaria en la transición socialista. Pero en su último año pudo tomar más en serio el principio de la no reducción de las fuerzas sociales a los poderes de clase, y el desconcertante declive de las libertades sociales que genera formas de resistencia más allá de las luchas por establecer, mantener o restaurar las condiciones de autovalorización dentro del MPC. Esto le permitió considerar las resistencias que surgieron de: la mercantilización extraeconómica; la implantación de la rentabilidad a sistemas que con otras identidadesy la pretensión de que la hegemonía capitalista sea la condición a priori para el logro de cualquier meta social. Puesto que el autoritarismo del Estado penetra en todas las esferas de la vida social, la resistencia puede y debe hallarse en todas partes. Aquí los temas sobre las identidades, exclusión y marginación se vuelven de primer orden. Esta es la razón por la que adelanta una apuesta en el papel autónomo de las fuerzas no clasistas y los movimientos sociales, y por la que rebasó la fe sencilla en las luchas proletarias y el papel dirigente del partido de vanguardia. La lucha nacional por el socialismo se coloca más allá de los estatismos parlamentarios (que parten de la integración irremediable de las masas al Estado) y de los sectarismos autogestionarios (que suponen la exterioridad de las masas respecto del Estado). Esto debido a queintegrarse o no en los aparatos estatales, hacer el juego o no al poder, no se reduce a la elección entre una lucha externa o una interna. En cambio, la estrategia poulantziana supone un tensión creati     va entre: los movimientos militantes que deben unirse en frentes de unidad y populares, construir sus propias organizaciones y participar en las luchas a cierta distancia del Estado para aumentar la presión desde la izquierda sobre él; los partidos que deberían participar en la política electoral, en la parlamentaria y en la administración para influir en el ejercicio de sus indudables capacidades y ayudar a intensificar las contradicciones internas del Estado, de modo que su equilibrio interno se polarice hacia la izquierda, aunque sin debilitarlo o paralizarlo al nivel de que no podría intervenir para proteger y proveer apoyo e infraestructura a los movimientos populares, organizaciones e iniciativas; y las estructuras institucionales del Estado que deben ser transformadas para que este pierda muchas de sus características burocráticas, centralizadoras y se vuelva progresivamente menos restrictivo ante las demandas populares y más obstructivo ante las presiones burguesas.

No se trata de un simple cambio en el personal estatal. La triple estrategia se orienta a desarrollar: un largo proceso en el que las luchas populares despliegan su intensidad en las contradicciones del Estado, en un proceso de rupturas efectivas[9] para modificar las relaciones de fuerza en su seno, con la finalidad de transformar la materialidad del Estado; reivindicar el pluralismo político ideológico;  profundizar las libertades políticas de la democracia representativa, y desarrollar nuevos centros de poder en la perspectiva de la extinción del (poder burgués) del Estado.[10] Pocos lectores han notado que al final de EPS Poulantzas abandona el argumento de que sólo las clases dominantes pueden tener puestos de poder privilegiados en el aparato estatal. Previamente sostuvo que las clases dominadas podían tener, en el mejor de los casos, únicamente centros de resistencia dentro del Estado. Pero luego emerge un desliz conceptual que lo aleja bastante de los enfoques dogmáticos sobre el poder estatal: “una vía democrática al socialismo consiste, esencialmente, en desarrollar, reforzar, coordinar y dirigir los centros de resistencias difusos de que las masas siempre disponen en el seno de las redes estatales, creando y desarrollando otros nuevos, de tal forma que estos centros se conviertan, en el terreno estratégico que es el Estado, en los centros efectivos del poder real.”[11]

Por una parte, dicha estrategia integra la conservación de ciertas prácticas estatales que forman parte de la memoria de las clases dominadas, y por ello no encontramos la consigna de la destrucción del aparato de Estado. Por otra, se infiere una lucha contra formas de dominación contrarrevolucionarias por medio de una intensificación de la crisis nacional. Esta refiere a las relaciones políticas entre el bloque en el poder, entre estas y la sociedad, y la escisión entre las distintas clases y sus partidos en la escena política y el sistema estatal afectado así los términos de la representación, organización y funcionamiento. Imbrica una situación sobredeterminada de condensación de las contradicciones sociales que afecta a las relaciones entre clases en su lucha política y a las aparatos del Estado. Más allá de Poulantzas, la crisis debe ser relacionada con la singularidad del “cortocircuito” estatal constitutivo que establece las condiciones de la disfuncionalidad de la reproducción burguesa como tal. La crisis política no es un error, sino una oportunidad productiva. Debe leerse como proyecto político y como resultante de los conflictos entre proyectos políticos. Implica una decisión sobre la crisis. Más que un punto de estallido en el tiempo, es un periodo de disponibilidad social por el que es posible reorientar la nación en su conjunto. La teoría de Poulantzas sobre el concepto de nación puede ser comprendida como una propuesta realista, social y popular para el siglo XXI siempre y cuando lo entendamos de manera heurística y para sensibilizarnos a la complejidad de los entramados nacionales que nos indican posibles oportunidades de transición. Esto constituye una forma de reivindicación del marxismo sin el dogmatismo tan caro a su historia.

Bibliografía:

-Claudín Fernando, Eurocomunismo y socialismo, México, Siglo Veintiuno Editores, 1978.

-García Linera Álvaro, “Estado, democracia y socialismo: una lectura a partir de Poulantzas”, en Sanmartino Jorge (compilador), La teoría del Estado después de Poulantzas, Buenos Aires, Prometeo, 2020.

-Poulantzas Nicos, Estado, poder y socialismo, México, Siglo Veintiuno Editores, 2014.

-Rivadeo Ana María, El marxismo y la cuestión nacional, México, Escuela Nacional de Estudios Profesionales Acatlán, 1994.


* Este artículo es una derivación de mi investigación de posgrado sobre las selectividades en Poulantzas.

[1]    Ana María Rivadeo, El marxismo y la cuestión nacional, México, Escuela Nacional de Estudios Profesionales Acatlán, 1994, p. 164. Cursivas de la autora.

[2]    Es una lástima que estas aportaciones sean tan poco comentadas. Tal vez Poulantzas tenga mucho que decir frente al surgimiento del ciberespacio o las temporalidades políticas medidas en nano-segundos.

[3]    Ana María Rivadeo, El marxismo y la cuestión nacional, Ibíd., p. 161.

[4]    EPS, p. 139.

[5]    Ana María Rivadeo, El marxismo y la cuestión nacional, Ibíd., p. 160. Además, en sus investigaciones recientes sobre la globalización afirma la misma idea. Véase Ana María Rivadeo, Lesa patria. Nación y globalización, México, Facultad de Estudios Superiores Acatlán, 2009. Esta concepción también puede encontrarse en Jessop. Véase: Bob Jessop, The future of the capitalist state, Ibíd., p. 179. En la misma línea también pueden leerse los trabajos de Joachim Hirsch y Alejandro Dabat.

[6]    Esta perspectiva se encuentra bastante anclada históricamente a las posibilidades democráticas que ofrecía el fordismo atlántico en el ámbito productivo y a la regulación keynesiana de la formación social. Además, el Estado fordista se desarrolló más en Europa Occidental que en Estados Unidos o Japón debido a toda una serie de condiciones históricas difíciles de exportar.

[7]    Fernando Claudín, Eurocomunismo y socialismo, México, Siglo Veintiuno Editores, 1978, pp. 73-74.

[8]    EPS, p. 141. Cursivas del autor.

[9]    EPS, p. 317.

[10]   Álvaro García Linera, “Estado, democracia y socialismo: una lectura a partir de Poulantzas”, en Jorge Sanmartino (compilador), La teoría del Estado después de Poulantzas, Buenos Aires, Prometeo, 2020.

[11]   EPS, p. 316.