ESTADO Y PODER EN EL MÉXICO DE LA 4T

En 2018 México entró en su momento progresista, o lo que algunos autores denominan “ciclo de impugnación al neoliberalismo en América Latina” (CINAL), el cual inició en 1989 con El Caracazo, primera insurrección popular abiertamente antineoliberal en el continente. Por otra parte, hay coincidencia en que la victoria de Andrés Manuel López Obrador inauguró la segunda etapa de estos procesos en la región, los cuáles tienen enormes diferencias entre sí pero comparten una situación inédita: haber logrado desplazar a las élites que gestionaron el aparato estatal para instalar gobiernos autodenominados de izquierda, algunos de los cuales se proclamaron abiertamente socialistas y antiimperialistas. 

Para nadie es un secreto que, por esta vía, dichos gobiernos lograron transformaciones sociales considerables, develando así la importancia estratégica que tiene el Estado para las luchas populares que disputan el contenido y forma de la nación. Sin embargo, lo que a primera vista resulta inexplicable es que México, un país con constantes tendencias progresistas y donde la construcción de la reforma intelectual fue más profunda en el siglo XXI, llegara tarde en este siglo XXI. 

Intentemos explicar el por qué partiendo de lo que dijo el movimiento social, que a veces tiene grandes intuiciones colectivas. Intentemos explicar el por qué partiendo de las intuiciones colectivas que los movimientos sociales desarrollaron durante la lucha contra la militarización. Aquello que en épocas de la alternancia se definió en las calles como una “dictadura cívico-militar” expresaba una peculiaridad que sin duda nos diferencia de otros países del continente. Y es que, en México, no obstante que se reproducía una forma de autoritarismo feroz, jamás vivimos golpes de Estado ni dictaduras militares. Lo anterior encuentra una de sus razones en el momento constitutivo que fue la Revolución Mexicana y el gran proceso de democratización social que significó, en ese contexto, la industrialización y la reforma agraria. Se podría afirmar que el Estado, pese a que ha transitado por reformulaciones sucesivas, mantiene una imborrable memoria (selectividad) de la Revolución Mexicana en su arquitectura institucional. Lo anterior ejerce un peso considerable en su función y hace que los mecanismos de intervención, aunque también tiendan a la violencia, hagan uso privilegiado de la ley y sus normas para preservar su legitimidad. El establecimiento de una avanzada clase política, que a la larga no sería sino fiel representante estatal del bloque en el poder (ya más trasnacional que nacional), fue resultado de este proceso donde, no obstante, la sociedad no pudo organizar su poder ni representarse a sí misma, y donde se vivieron procesos de despolitización tendientes a subordinar a las masas a la lógica central de la legitimación. En este contexto, el establecimiento de una verdadera militarización nunca fue necesario.

Lo anterior, por supuesto, no significa que México sea un país más democrático, pero sí ayuda a explicar por qué fue más difícil establecer un cambio, si no de “régimen”, sí por lo menos en la escena política. O, en otras palabras, por qué México entró tarde al CINAL. También puede ayudar a explicar la forma específica que adoptó aquí el estatismo autoritario y cómo éste brindó las condiciones para establecer el neoliberalismo por otras vías, sin necesidad de golpes de Estado. Por último, puede ser el punto de partida para caracterizar a las izquierdas mexicanas y la peculiar composición que adquirieron durante esta etapa, así como las razones por las cuales su lucha no se tradujo, como en otros países, en la llegada de una alternativa política sino hasta bien entrado el siglo XXI.

En la década de los 90, y contrario a lo sucedido en otros países del continente, la izquierda comunista en México —que ya de por sí estaba en proceso de desaparecer— fue subsumida por la izquierda ciudadana e institucional que nació a raíz de los desplazamientos de algunos sectores de oposición en el PRI, mismos que eventualmente fundaron su propio partido y que atrajeron a un crisol de luchas que desde el 68 venían luchando contra el autoritarismo y a favor de la democracia. Por otro lado, y dada la represión selectiva de la que eran objeto, surgieron también resistencias antisistémicas como la del EZLN, cuya lucha se daba por fuera de las instituciones pero que, por lo menos en un principio, tenían voluntad de negociar con la clase política.

En los albores del siglo XXI, estas dos expresiones de izquierda —la llamada izquierda histórica y la izquierda antisistémica o radical—, que venían de un largo proceso de repliegue frente a los fraudes y la represión desatada por la “guerra contra el narco” en el contexto de la “alternancia” entraron a un potente ciclo signado por el agravio y la indignación, el cual vería nacer a una tercera expresión: la izquierda obradorista. Ésta, si bien era heredera de las izquierdas históricas, pronto captó a otros sectores gracias a que contaba con un liderazgo excepcional en la figura de López Obrador, quien supo construir su legitimidad al defenderse de los agravios y las mentiras de la partidocracia, pero que a la vez supo mantener un frágil equilibrio que le permitió mediar sin tener que romper con el sistema o rendirse frente a alguna fuerza política más grande. Con el fraude de 2006 y después el de 2012, el movimiento obradorista no haría sino crecer y radicalizarse.

No fue hasta el 2011, en vísperas de las elecciones presidenciales, que la experiencia de la Coordinadora Metropolitana contra la Militarización y la Violencia de Estado (COMECOM) logró aglutinar a los jóvenes y a los estudiantes de todo el país en una nueva oleada de protestas que crecería aceleradamente en los años precedentes y que renovaría la acción de la izquierda antisistémica. Poco después la imposición de Peña Nieto en 2012 vio nacer al #YoSoy132, un movimiento cuyo principal objetivo (señal de sus límites y posibilidades) fue la democratización de los medios. Estas dos experiencias terminarían de cuajar en una lucha aún más radical cuando el 24 de septiembre de 2014 fueron desaparecidos forzadamente 43 estudiantes de la normal de Ayotzinapa, en Guerrero. Así, este periodo marcó a una generación de jóvenes cuya politización pasó por visibilizar y denunciar los agravios in crescendo producto de un Estado autoritario que se presentaba cada vez menos como una instancia autónoma y que, frente a la pérdida de legitimidad de los partidos y la clase política, estaba aumentando sus impulsos represores. De ahí que la consigna que condensó los gritos de esta generación fuera, acertadamente: “Fue el Estado”.

Lo que después resulta más difícil de explicar es el triunfo de Andrés Manuel López Obrador. Porque allá en 2014 el balance de algunos sectores de la izquierda radical era que Peña Nieto iba a caer como consecuencia de la insostenible crisis de legitimidad; al no ocurrir lo que vaticinaban, muchos optaron por llamar al boicot de las elecciones intermedias en 2015, dando continuidad a una lucha que, no obstante, ya estaba desgastada y no hizo sino desgastarse más. Por su parte, el recién fundado Movimiento de Regeneración Nacional (Morena) se adjudicó sus primeras victorias. Y tres años después, AMLO ganaría la presidencia. Así, podría decirse que el 2 de junio de 2018 fue el gran parteaguas: la violenta crisis política por la que atravesó el país durante tres décadas se había resuelto por la vía electoral, lo que constituía un giro por demás inesperado. Claro que para el movimiento obradorista esto fue una contundente victoria. Pero para las izquierdas antisistémicas fue el inicio de un largo periodo de estancamiento, pues tras haberse constituido como un polo de oposición y resistencia, y tras depositar todas sus energías a la construcción de una alternativa que no rindió frutos, el repliegue frente a un gobierno con una legitimidad fundada en las mayorías fue algo inevitable. 

El gobierno de AMLO, bajo un enfoque neodesarrollista basado en el bien común, ha logrado sanear algunos de los agravios históricos en materia de democracia y redistribución, si bien es indudable que hay otras materias, como la justicia, donde falta mucho por hacer. Aún así, lo hecho hasta ahora le ha granjeado a AMLO más de 70% de aprobación en la racha final de su sexenio, cuando Peña Nieto se fue con un obsceno 35% o poco menos. Por ello creemos que mucho de lo conquistado hasta ahora son victorias irrenunciables, y más frente a la derecha furibunda. Pero, asimismo, Argentina nos demuestra lo que puede pasar si no profundizamos los procesos de transformación, no sólo en la sociedad —a través de procesos democráticos que vinculen los esfuerzos autogestivos con las instituciones de la democracia representativa—, sino también al interior del Estado, donde hoy por hoy viejas fracciones de las clases y sectores antes dominantes siguen enquistadas. ¿Cómo lograr esto en un escenario donde Morena es cada vez más una maquinaria electoral y menos un movimiento?

Cinco años han pasado y ésta y otras preguntas nos acechan. Mientras tanto, el papel de las izquierdas dentro y fuera de la 4T nos sigue colocando en medio de álgidos debates y combates. Y lo que es más: estos últimos años nos han hecho caer en cuenta de lo difícil que es responder a la clásica pregunta leninista sobre el “qué hacer”. Algunas de las herramientas teóricas que, pensábamos, eran suficientes para nuestra acción política, se mostraron insuficientes frente a la actual correlación de fuerzas. Explicar lo sucedido era imposible si nos aferrábamos a viejas ideas como que el Estado es siempre malo y la sociedad civil siempre buena, que el movimiento obrero nos llevaría a la victoria, que el Estado se reduce a una “junta de administración”, o que el poder es algo que puede ser tomado sin más. Por eso creemos que hay que ir más allá.

Hace poco tiempo un grupo plural de militantes de izquierda nos reunimos para llevar adelante un espacio de formación donde compartir inquietudes y, sobre todo, respuestas. Con ello en mente organizamos el Seminario Poulantzas en México, un espacio con el que buscamos sentar un precedente de estudio del pensamiento del teórico marxista Nicos Poulantzas, casi desconocido en nuestro país. Cabe mencionar que, si bien este no fue nuestro objetivo primordial, la ausencia del pensamiento poulantziano es algo que nos preocupa a la fecha. Sin duda esta ausencia tiene muchas explicaciones: la crisis del marxismo, su exclusión de los espacios universitarios durante el neoliberalismo, así como la popularización de las corrientes posmodernas en las últimas décadas son algunos elementos a tomar en cuenta. Pero la ausencia de Poulantzas dentro de la caja de herramientas de la izquierda es algo más complejo de explicar, aunque por lo pronto podemos esgrimir dos razones: 1) el agotamiento del horizonte socialista en la izquierda mexicana, lo que hace aparecer innecesaria una teoría sobre el Estado; 2) los prejuicios a partir de los cuáles Poulantzas es concebido como nada más que un teórico estructuralista, lo que no es sino la otra cara del desconocimiento sobre su obra.

No obstante, nuestro objetivo principal no fue tanto traer a Poulantzas a México como poder mirar con sus ojos la coyuntura actual. Es por ello que decidimos recuperar algunas de las discusiones e inquietudes que surgieron a lo largo del seminario y plasmarlas en un balance. Así surgió el fanzine que tienes en tus manos, mismo que se vertebra alrededor de tres ejes fundamentales: Estado, partido y movimientos sociales. 

Sabemos que nada existe sin la política. Es por ello que la primera entrega de este esfuerzo estará orientada a una cuestión táctica de primer orden: analizar la actual correlación de fuerzas dentro y fuera del Estado, así como caracterizar a las principales clases y fracciones que se disputan el poder en el marco de la Cuarta Transformación. Con ello buscamos conocer las posibilidades que ofrecen las condiciones actuales para avanzar en la democratización del Estado, así como plantear un horizonte de lucha de cara al próximo sexenio.

El problema del Estado

Se viven tiempos convulsos en la política del continente, que dejan constantes dudas sobre cómo analizarla de la mejor manera. Parecería que la izquierda da 3 pasos para atrás por cada uno delante. Solo como ejemplo, en Argentina, el peronismo acaba de ceder la presidencia a quien se autodenomina el primer presidente anarcocapitalista del mundo. En Brasil, Lula regresó a la presidencia en coalición con los personajes que apoyaron su encarcelamiento y el proceso de impeachment a Dilma. En Uruguay, el Frente Amplio perdió la presidencia, luego de tres gestiones en el poder, frente a una derecha moderada. En Honduras, la presidenta progresista, Xiomara  Castro, ha tenido que optar por las políticas de seguridad de la derecha bukelista, a falta de una mejor propuesta desde la izquierda.  En Perú, los errores internos y la inestabilidad política fueron el caldo de cultivo para el golpe de estado a Pedro Castillo, el primer presidente de izquierda en el país andino. En Chile, la debilidad del progresismo en los congresos y en las calles, sumado a la falta de convicción de Boric, han impedido la puesta en marcha de políticas populares. Este panorama deja a México como el país con el gobierno de izquierda mejor consolidado de toda la región, algo difícil de imaginar hace unos años. 

El gobierno de Andrés Manuel está próximo a concluir. No sin antes pasar a reconfigurar el panorama político de México. Las alianzas y relaciones entre los diferentes grupos y sectores al interior del Estado mexicano han cambiado y el proyecto de la 4ta transformación ha permitido abrir el espacio de una coyuntura muy particular que hay que saber analizar para poder aprovecharla.  Si bien puede resultar satisfactorio echar culpas porque el proyecto no cumple nuestras expectativas, es mucho más provechoso (al igual que difícil) desenmarañar la realidad existente del Estado mexicano para poder accionar sobre ella. Para lograrlo, necesitamos herramientas teóricas pertinentes.

En la teoría de Poulantzas, el Estado condensa la relación entre el aparato de Estado y el poder del Estado. Como aparato, el Estado implica un entramado de instituciones (gubernamentales, administrativas, militares, policiacas, económicas, culturales, educativas, informativas, además de los partidos políticos y gobiernos locales) y prácticas (en la burocratización, la elaboración de códigos, registros documentales, agendas científicas, calificación de la fuerza laboral, etc.) que concentran las relaciones políticas en centros de poder que se extienden en la sociedad. El poder de Estado, en cambio, remite a las relaciones de fuerzas políticas que permiten que una clase desarrolle sus capacidades para realizar sus intereses. El poder del Estado es relacional en el sentido de que depende de las condiciones de fuerzas/debilidades entre los sectores dominantes y los dominados. Los poderes estatales pueden ser activados sólo en la medida que una clase restrinja las capacidades organizativas de las otras clases. Pero el Estado como institución no posee un poder propio, sino que constituye el lugar en el que se expresan los poderes activados por los grupos políticos y funcionarios que reflejan los equilibrios de fuerzas dentro y fuera del Estado. En términos generales el Estado debe mantener una separación relativa entre las clases económicamente poderosas y los grupos político-administrativos que gestionan los aparatos. Pero esta separación jamás es una relación dada.

Por sí mismas las burguesías no gozan de una unidad interna debido a la competencia derivada y a los diversos momentos de la valorización que sólo poseen una unidad formal. En realidad, es el Estado donde se organiza y expresa la unidad de los intereses políticos de estos sectores. Así, se le denomina bloque en el poder a la articulación de los intereses políticos transnacionales de esas clases en el Estado. Los sectores que participan de ese bloque, y que también pueden incluir a los militares, cúpulas religiosas, narcotraficantes, etc., se llaman clases dominantes. Pero el Estado no traduce al nivel político los intereses de las clases dominantes, sino la relación de aquellos intereses políticos con los de las clases dominadas.  En México la conformación de las clases dominantes actuales se vincula al sistema financiero de los años 80 y a los procesos de acumulación por desposesión de los años 90. A partir de ahí aquella clase se insertó en la banca y en las telecomunicaciones (Carlos Slim, Roberto Hernández, Alberto Bailleres, Alfredo Harp Helú, Ricardo Salinas Pliego, Germán Larrea y González Barrera, etc.). Sobre ese núcleo se conformó el bloque en el poder que se integra por los grupos monopolistas con intereses en la minería, los agro-negocios, la industria, el comercio, las finanzas y los servicios; propietarios de los medios de comunicación masiva en la televisión, la radio y los grandes diarios nacionales y regionales; altos jerarcas de las Iglesias y el Ejército; las cabezas de la economía criminal; y por los miembros de la cúpula política vinculados a la esfera financiera. En general, el régimen de acumulación neoliberal en México dinamitó las condiciones de autonomía del Estado en materias de orientación de la política económica y la social.

Frente a esto el Plan Nacional de Desarrollo de la 4T declara el objetivo de separar el poder económico del poder político. En términos poulantzianos esto sería una separación del bloque en el poder respecto de las clases reinantes. Justamente los gestores gubernamentales pueden constituir un grupo con identidades compartidas según su origen social, recursos económicos o ideales políticos. Este grupo se llama clase reinante. Esa clase puede representar los intereses de las clases dominantes o ser una fuerza social independiente y reorientar gran parte de las políticas estatales. Esto explicaría que a veces sucedan los siguientes fenómenos: A) la no-presencia de las clases dominantes en el escenario partidista, al mismo tiempo de su preeminencia hegemónica al interior del bloque en el poder; B) la expresión del bloque en el poder a través de las confrontaciones directas entre partidos; C) el desajuste entre los desplazamientos de las fracciones dominantes y tácticas partidistas en el escenario de los partidos. En este sentido, es evidente que la clase reinante perteneciente a MORENA no forma parte de este bloque en el poder, sino que intenta establecer una especie de acoplamiento frente a los intereses de este bloque y el programa nacional-popular construido en el seno del obradorismo. Y como la clase dominante es heterogénea, las relaciones y las negociaciones que existen entre cada uno de ellos y la clase reinante actual es diferente. Por ejemplo, MORENA ha abierto las puertas a personajes como los Harp, sigue dando concesiones importantes a Slim aunque con cierta distancia en comparación con otros gobiernos, y ha mantenido una disputa (mediática) con Salinas Pliego.  Incluso, este gobierno ha roto la tradicional alianza con las elites católicas mexicanas para abrir un espació de diálogo cercano con la iglesia evangélica.

Esto último nos permite establecer un principio metodológico en torno al actual Estado mexicano. En esencia, no hay una fractura de los intereses del bloque en el poder. Pero lo importante no es sólo la esencia (burguesa del Estado), sino sus momentos o manifestaciones, pues las clases dominadas que no aprenden a discriminar entre un momento y otro de las clases dominantes, no distinguen sus propios momentos de constitución como clases en lucha. Las clases oprimidas se organizan explotando los momentos de la clase opresora y por eso, más que la esencia del Estado, lo que puede constituirse como momento de la reactivación de las fuerzas nacionales se establece más por la aparición de las formas de Estado. Los programas de redistribución de la riqueza, los proyectos de infraestructura o las reformas políticas, son aquí la forma en la que aparece este Estado, y esto hace que el gobierno no sea experimentado como clasístico en la praxis popular. Sólo de la explotación de estos momentos es posible construir un programa de lucha nacional-popular. Pero para nosotros lo nacional-popular no tiene como referente al Estado (en sentido restringido), sino una unidad antiestatal que echa sus raíces en la reapropiación organizativa e ideológica de su propia historia. Por tanto, la autoorganización podría gestarse desde un programa de construcción contrahegemónica, es decir, contra la hegemonía que pretende establecer el bloque en el poder. Aquí el concepto de nación debe ser equiparado al de hegemonía, como construcción material de una nueva dirección política, intelectual y moral de contenidos democráticos y antineoliberales. 

Sin embargo, uno de los retos a los que se enfrenta la clase reinante morenista remite a la dificultad de transformar las selectividades estatales o memoria material de cada estructura estatal. Según Poulantzas, las estructuras del Estado poseen una memoria material que privilegia, amplifica, redirige, repele o estrangula ciertas fuerzas, alianzas, prácticas, intereses, estrategias, identidades o sentidos comunes sobre otros; al tiempo que ciertos sectores o ideas tienden a ser convocados como orientación en el contexto estratégico de aquellas y su relación con la sociedad. Esto hace que el Estado presente una opacidad y resistencia propias frente a la correlación de fuerzas. El Estado siempre traduce, metaboliza y transforma los impactos de las luchas. Incluso en el caso de un cambio en la relación de fuerzas a favor de las clases populares, el Estado tenderá a restablecer —a veces bajo una nuestra forma— la relación de fuerzas en favor de las viejas clases dominantes. En México el núcleo de las selectividades dominantes se halla incrustado en el poder judicial, el poder electoral, el poder hacendario y el poder militar. Si estos aparatos no son penetrados por una correlación de fuerzas democrática, la separación relativa entre los intereses del bloque en el poder y los gestores estatales se vuelve una simple ficción. De ahí que en nuestras condiciones sea una tarea lograr que en estos aparatos se integren las puntas de la voluntad nacional-popular que posteriormente tendrá que destruir los poderes estatales que aquí tienen las clases dominantes. Dicho de manera simple, en las condiciones actuales la clase reinante que representa la voluntad nacional-popular debe extender la autonomía de estos aparatos democratizándolos.

De hecho, en América Latina no siempre se ha desarrollado esta separación de las burguesías respecto del poder político. Todavía hay muchas situaciones en las que los sectores adinerados (oligárquicos) se sienten tan dueños del poder político que omiten la codificación hegemónica. Los periodos constantes de la acumulación originaria atestiguan que esta es una situación que aún no ha terminado. Cuando hay una supeditación forzosa del trabajo al capital sin un impulso de la construcción nacional, la autonomía de la clase reinante se reduce al máximo. En segundo lugar, también puede suceder que la burguesía no gobierne directamente, pero que el aparato estatal logré absorber la dirección de los movimientos populares y entregue gran parte del excedente a las burguesías. En tercer lugar, el mismo razonamiento sirve para comprender la obstinación de los grupos de poder supraconstitucionales del Estado que repelen las demandas nacionales propuestas por la sociedad. Aquí el poder político no está separado de sus fuentes militares, económicas o ideológicas, y por ello fulgura su temperamento antimoderno y a veces totalitario que es bastante comparable al de las épocas preestatales por no decir feudales. En todos estos casos la no separación entre el bloque en el poder y la clase reinante constituye un enorme obstáculo para el avance de las fuerzas nacional-populares dentro y fuera del aparato de Estado. Es tarea de la clase reinante desplegar una correlación estatal orientada a penetrar la nueva relación hegemónica en el Estado.

Por último, también es necesario decir que sólo una cierta disposición del excedente a nivel de las instituciones le da a la clase reinante un margen para gobernar contra los intereses desintegradores de las clases dominantes. Es bien sabido que los períodos democráticos representativos se desarrollan sobre la base de la captación del excedente económico. Sin embargo, una de las características de Latinoamérica es la poca capacidad o indisponibilidad para captar el excedente. Por ello es que nuestra integración subordinada en la división internacional del trabajo y el mercado mundial constituye un obstáculo contra nuestra autonomía. Frente a ello, el papel de las nacionalizaciones de ciertas actividades económicas, la gestión propia de la renta de recursos estratégicos locales, el establecimiento de unidades productivas internas y la desconexión parcial de una buena masa de capital que circula por la región por medio de la gestión de instancias transestatales (como el ALBA), aún en el margen del capitalismo, continúan siendo imprescindibles. No se trata sólo de una generación o apropiación del excedente, sino también de una disputa por la manera en la que circula, se capta y se utiliza según las coordenadas estratégico-relacionales de lucha entre las clases dominantes y las dominadas. La regulación nacional del excedente no es precisamente una cuestión técnica: supone la articulación de los grupos dominados en los aparatos estatales que influyen en la toma decisiones y con ello en el uso del excedente. A mayor mediación habrá mayor capacidad para regular el excedente bajo un principio de síntesis nacional. Si las estructuras productivas de una formación se orientan principalmente hacia el mercado mundial y dependen en gran medida de la división internacional del trabajo, se vuelve necesario establecer la autonomía contra los intereses de las clases dominantes tanto hacia adentro como hacia afuera. Las actividades para generar excedente no sólo amplían el margen de maniobra fiscal del Estado hacia adentro, sino que también limitan la influencia en la toma de decisiones estatales por parte de las clases dominantes dentro y más allá de las fronteras nacionales.

En ese sentido, la última iniciativa política de Andres Manuel antes de culminar su mandato resulta crucial. Con la propuesta de las 20 reformas constitucionales, el presidente pasó a marcar una directriz a su sucesora, Claudia Sheinbaum, y al partido en general. Al mismo tiempo, lanzó un mensaje a la población sobre la necesidad de que MORENA y sus aliados consigan la mayoría calificada en los congresos (un pequeño empujón electoral). Lo sustantivo es que varias de estas reformas pueden ayudar en captar el excedente para distribuirlo y democratizar algunas de las instituciones que no permiten la autonomía de la clase reinante.Esto no quiere decir que creamos que las tareas revolucionarias terminan ahí. No se le puede pedir una revolución al Estado. Lo que proponemos es que este contexto nos permite pelear por y en mejores condiciones. Captar el excedente, redistribuir el ingreso, democratizar las instituciones estatales y participar de ellas, son cuestiones tácticas que permiten politizar a la población y empujar agendas que vayan más allá de las iniciativas cuya base sea “hacer más llevadero el capitalismo”.