¿Cuál es el papel de las ciencias sociales frente a los movimientos sociales en América Latina que resisten los golpes de la modernidad neoliberal? ¿La religión sólo es opio del pueblo o puede servir a las luchas emancipadoras? ¿Cómo los sueños despiertos de liberación en América Latina sirven a la descolonización de las relaciones de los seres humanos y la naturaleza? Estas preguntas encuentran algunas respuestas entretejidas en el libro «Religión sin redención. Contradicciones y sueños despiertos en América Latina» del sociólogo mexicano Luis Martínez Andrade, que ha sido reeditado por tercera ocasión por la colombiana Editorial Laboratorio Educativo.
En su prólogo a la edición mexicana de 2010, Renán Vega Cantor atina al señalar que los hilos argumentales del libro son la crítica al eurocentrismo, a la colonialidad del poder, al capitalismo tanto por su explotación del ser humano como de la naturaleza, y la reivindicación de un análisis de la religión como grito de los pobres contra la explotación. La novedosa tercera edición se acompaña de un prefacio llamado “Pensamiento rebelde y descolonización del saber”, donde Luis Martínez Andrade presenta ―en la misma dirección de esos hilos argumentales― las principales ideas del giro decolonial y sus implicaciones en términos epistemológicos, pero actualizando el estado de la cuestión respecto a lo que había desarrollado desde la edición original del libro.
El libro se divide en dos partes. La primera parte titulada “Entelequias y Catedrales” es una interpretación crítica del binomio modernidad/colonialidad compuesta por dos capítulos. El primero se concentra en la colonización epistemológica reflejada en las ciencias sociales. Ya Immanuel Wallerstein tenía claro que las ciencias sociales son en su origen eurocéntricas y han servido para legitimar la dominación del Estado y el capital. Al imponerse el relato occidental en los territorios primero conquistados y después colonizados, ocurrió el epistemicidio de otras formas de comprender el mundo (mitos, creencias e imaginarios), a la vez que se ocultaban esos procesos de exterminio.
Probablemente uno de los ejemplos más claros al respecto, recuerda Martínez Andrade, sea el de Jürgen Habermas y su trabajo sobre la constitución del discurso filosófico de la modernidad, pues omite la Conquista de América y sólo considera en su conformación a la Reforma, la Ilustración y la Revolución francesa. No existen ni España, ni África, ni China, ni América.
Es indispensable recordar que la subjetividad moderna se constituyó con base en el ego conquiro, inaugurado con el mal llamado «descubrimiento» de América en 1492, que ―recuperando las reflexiones de Enrique Dussel― bien haríamos en llamar el «encubrimiento» del Otro. A partir de ese momento, comenzó la conformación del sistema-mundo que propició una colonialidad del poder (con su división racial del trabajo), una colonialidad del saber (en sus distintas versiones ideológicas iluministas, progresistas y evolucionistas) y una colonialidad del hacer, entendida como las prácticas discursivas coloniales que han sido naturalizadas en un contexto simbólico-cultural, expresadas en cierta idea burguesa de ciudadanía y la urbanidad.
A contrapelo de estas tres formas de colonialidad, la política tiene que ser concebida desde una perspectiva liberacionista, lo cual supone situar a la clase y el pueblo en el núcleo de las discusiones. Las luchas que se dirigen a ese horizonte se caracterizan por su arraigo territorial, reivindicar la autonomía como forma de organización frente al Estado y la afirmación de identidades culturales que exceden a la noción moderna de ciudadanía, así como la apropiación y consecuente descolonización de sus saberes, la integración de las mujeres en lógicas organizacionales, una forma alternativa de relacionarse con la naturaleza y la reapropiación de espacios públicos. Por tal motivo, es fundamental que la formulación de proyectos emancipatorios se acompañe de una descolonización de las ciencias sociales históricas y sus perspectivas eurocéntricas; de lo contrario, terminarán coartando el potencial subversivo que contienen por seguirlas pensando en términos formulados en los países centro del sistema-mundo.
El segundo capítulo titulado “El centro comercial como figura del discurso neocolonial. Racismo y poder en América Latina” analiza cómo el centro comercial (mall) espacio de socialización en las periferias, se ha convertido en el templo del capital, donde “la mercancía es el nuevo becerro de oro” (p. 104), en el cual circulan signos imperiales, acompañado de mecanismos de disciplinamiento y control social. En él no sólo se almacenan, compran y venden mercancías, sino también se promueven falsas promesas y sueños de consumo. De esta manera, contribuye en la configuración simbólica de la sociedad mientras difunde la influencia de los grandes capitales en la vida cotidiana.
Según Pierre Bourdieu, las prácticas culturales distinguen a los grupos sociales. Así que, si consideramos que la sociedad de consumo responde a una imposición cultural proveniente del Centro y, en este sentido, moldea los gustos, preferencias y antipatías de las personas, podemos coincidir con Martínez Andrade en cómo el Centro Comercial pone en funcionamiento una lógica de enclasamiento que responde al imaginario colonial. Esta “mcdonalización de la sociedad” se extiende al cuerpo que se ha convertido en el objeto más bello de consumo. Se trata de emular el american way of life, por medio del prestigio, con la compra de ropa de marca y alimentarse en restaurantes de lujo. En este sentido, los cuidados estéticos están más alienados que la propia explotación de la fuerza de trabajo.
Utopía y liberación es el nombre de la segunda parte del libro compuesta por tres capítulos. El tercero titulado “La portentosa eclosión del Principio Esperanza. Ernst Bloch y la liberación” parte de los planteamientos del filósofo judeoalemán Ernst Bloch. Aquí el autor ahonda en la pertinencia de la utopía concreta, correspondiente a aquellos proyectos de emancipación social, para desafiar al sistema imperante y la distingue de la utopía abstracta, propia de los proyectos políticos burgueses que reproducen la ideología capitalista.
Si bien expone en términos generales los planteamientos de Bloch sobre El principio esperanza, y recupera algunos de los aportes más recientes en los estudios blochianos (como el caso de Aníbal Pineda y su estudio sobre la multitemporalidad y el multiversum), Martínez Andrade se concentra en dos ideas que más adelante se conjuntan: la utopía del ecosocialismo y su humanización de la naturaleza y en la esperanza contenida en la religión. Sobre la primera recuerda que la naturaleza se encuentra dominada por el capitalismo, al cual habría que contraponerle la idea de una técnica concreta que “contribuye a la mediación entre los seres humanos y el sujeto de la naturaleza, en otras palabras, facilita la producción de las condiciones materiales de subsistencia que, últimamente, son el marco de la reproducción social” (p. 127). Respecto a la religión, recuerda su doble cara: opio del pueblo o movilizador de los sujetos contra la miseria. En un caso perduran la esperanza “de los de arriba”, en el otro anima la esperanza “de los de abajo”, la que le interesa rastrear a nuestro autor. En la tradición profética que llega hasta América Latina, a diferencia del destino griego, la historia puede ser cambiada; el yugo egipcio puede llegar a su fin, cuando el pueblo escucha el llamado a su liberación. Ambas ideas―ecosocialismo y religión― se conjuntan en el uso creativo que hace el sociólogo mexicano del principio esperanza como hermenéutica de los escritos de Ernesto Cardenal, Frei Tito y Frei Betto, y el énfasis que pone en la teología ecologista de Leonardo Boff, quien propone articular el principio esperanza con el principio responsabilidad de Hans Jonas, subrayando que la liberación plena del ser humano supone la liberación de la tierra.
En los últimos dos capítulos “La pólvora del enano. Reflexiones intempestivas sobre la filosofía política contemporánea” y “Tendencias y latencias de la teología de la liberación en el siglo XXI” reflexiona sobre el reconocimiento del carácter idolátrico del capitalismo y la necesidad de desfetichizarlo que han hecho tanto algunos filósofos ―específicamente aborda los planteamientos de Slavoj Žižek, Enrique Dussel y Leonardo Boff―, como la teología de la liberación en sus distintas vertientes (indígena, afro-latinoamericana y sexual).
Hasta aquí un panorama general del texto, al cual me interesa señalar lo que a mi ver es lo más problemático de él: la esperanza en los autonomismos es en exceso optimista. Mal haría el pensamiento crítico en ignorar su oposición a las distintas dominaciones de la modernidad capitalista, así como sus resistencias expresadas de múltiples maneras y que el libro recuerda atinadamente reiteradas veces. No obstante, el principio de esperanza de Ernst Bloch supone anclar las utopías concretas en las posibilidades reales del proceso histórico y eso significa admitir que los autonomismos han encontrado muchos límites, en buena medida por su desconexión radical con el Estado y sus instituciones, a los cuales conciben como esencialmente dominadores y no como espacios de disputa, donde los sectores excluidos podrían impulsar agendas más acordes con sus intereses y derechos. Otra forma de entender las utopías abstractas según Bloch, mencionadas por Martínez Andrade, es como “castillos en el aire”, es decir, por su admirable deseo de cambio que lamentablemente se acompaña de una ausencia de factibilidad ―tercer principio normativo de la política según Enrique Dussel, referido varias veces en el libro como hemos visto. ¿Para el grueso de la población del Sur Global los autonomismos no son utopías abstractas?
En relación con el anterior punto, los avances de los progresismos latinoamericanos son ignorados. Por supuesto, desde una perspectiva más radical se le podrían señalar su falta de anticapitalismo, tener al megaextractivismo como pilar del desarrollo, su poca atención en ocasiones a las demandas de ciertos grupos excluidos, así como casos de corrupción de algunos de sus más altos funcionarios. Sin embargo, habría que reconocer que entre 1999 y 2015 lograron sacar a de la pobreza a más de cuarenta millones de personas, apuntalar mecanismos de democracia participativa, ampliar derechos sociales y laborales, aminorar la brecha de desigualdad por medio de una redistribución progresiva de la riqueza, fortalecimiento de la soberanía popular ―y, como parte de ella, de la económica, política, energética, alimentaria, etc.―. ¿Acaso no estos gobiernos se han acercado más a ese horizonte descolonizador por su impacto en más personas y eficacia para resistir al neoliberalismo? Quizá el punto de contacto entre los sueños y la realidad, como también le gustaba a Bloch definir las utopías concretas, esté más cerca de estas experiencias, o quizá de una posible articulación de ambas que aún no ha sido explorada.
En conclusión, el libro debe ser leído por cualquiera interesado en los sueños despiertos de liberación que han formulado los movimientos descolonizadores en América Latina que en más de una ocasión han expresado por medio de mitos, creencias y símbolos religiosos. Si Bloch y Benjamin tenían razón al concebir el capitalismo como religión, no se puede prescindir de las críticas que se le han hecho en América Latina desde el mismo plano teológico-político, pero que serán imposibles de captar si se siguen analizando desde los marcos eurocéntricos de las ciencias sociales.