El resultado de las elecciones presidenciales celebradas en México el 2 de junio no sorprendió, lo llamativo fue, sin embargo, su escala. Claudia Sheinbaum, exjefa de gobierno de Ciudad de México, ya era favorita antes de ser nombrada formalmente candidata de una coalición formada por el partido gobernante, Movimiento de Regeneración Nacional (Morena), el Partido Verde Ecologista de México (pvem) y el Partido del Trabajo (pt). Pero si bien la mayoría de las encuestas anteriores a las elecciones preveían que ganase por un margen sólido, no se sospechaba la victoria aplastante que obtendría. Sheinbaum obtuvo el 60 por 100 de los votos, equivalente a poco menos de 36 millones de sufragios, mientras que su rival más cercana, Xóchitl Gálvez, candidata de una coalición tripartita formada por el Partido de Acción Nacional (pan), el Partido Revolucionario Institucional (pri) y el Partido de la Revolución Democrática (prd), se conformaba con el 27 por 100 de los sufragios y Jorge Álvarez Máynez, del Movimiento Ciudadano (mc), ocupaba el tercer lugar a mucha distancia, cosechando el 10 por 100 de los mismos.
La victoria de Sheinbaum sorprende aún más al desglosarla geográfica y sociológicamente. No solo ganó en treinta y uno de los treinta y dos estados (exceptuando el diminuto estado de Aguascalientes), sino que lo hizo por más del 20 % en veinticinco de ellos y por más del 40 % en catorce. Obtuvo unos resultados especialmente buenos en el sur del país, la zona más pobre, recibiendo más del 70 por 100 de los votos en Chiapas, Guerrero, Oaxaca, Tabasco y Quintana Roo, pero también ganó en Guanajuato y Jalisco, feudo del conservadurismo mexicano, así como en el estado de México, durante mucho tiempo base crucial del pri, y en Nuevo León, bastión de las elites empresariales del norte del país. Las encuestas a pie de urna sugieren que el apoyo a Sheinbaum también presentó una amplitud sociológica sorprendente: de acuerdo con la información disponible obtuvo una mayoría clara en todos los segmentos de edad y en casi todos los niveles de educación, y logró una aplastante victoria cifrada en 50 puntos de ventaja entre votantes que se declaraban de «clase baja». Incluso entre la «clase media», a la que claramente la oposición había esperado atraer a sus filas, logró una ventaja de 30 puntos.
Más que una victoria, estos resultados constituyen una demostración de fuerza política, pero tal cuadro no carecía por completo de precedentes: en 2018, su predecesor, Andrés Manuel López Obrador –universalmente conocido por el acrónimo amlo– ganó también de manera aplastante, obteniendo el 53 por 100 de los votos, frente al 22 por 100 de su rival, e imponiéndose igualmente en todo el territorio, siendo Guanajuato el único estado en el que no obtuvo la victoria. En su momento, el resultado de 2018 se consideró un terremoto político, lo cual hizo que las brújulas de los comentaristas de la elite se desimantasen y perdieran su norte analítico. La victoria de Sheinbaum confirma que el terremoto sistémico provocado por López Obrador hace seis años no fue casual, sino que marcó el comienzo de un nuevo periodo en la historia política de México. Este cuadro también plantea, una vez más, un reto analítico a los comentaristas de la anglosfera, que se han encontrado en general mal pertrechados para abordarlo: ¿cómo explicar la perdurable popularidad del propio amlo y el éxito sostenido de Morena como proyecto nacional de poder?
La tarea interpretativa se dificulta aún más ante la polarización de las opiniones acerca de López Obrador y la tendencia generalizada a que los debates se centren en su persona. De acuerdo con sus detractores –masivamente sobrerrepresentados en los medios de comunicación mexicanos y anglosajones– amlo ha llevado el país al borde del desastre, debilitando sus instituciones, endureciendo el discurso político y extendiendo la desinformación. Para sus defensores –mucho menos visibles en los medios de comunicación mexicanos y casi completamente ignorados fuera de ellos– amlo ha puesto en marcha una ofensiva realmente necesaria contra los privilegios de una minúscula elite, ha mejorado el nivel de vida de la mayor parte de la población y ha empezado a encarar la plaga de la corrupción. López Obrador, a juzgar por la cobertura mayoritaria que recibe en México y en el exterior, deja el cargo en medio de una ola de descontento sin precedentes, cuando, sin embargo, sus tasas de aprobación han sido sistemáticamente más altas que las alcanzadas por cualquier otro presidente mexicano desde la reanudación de las elecciones competitivas, y cuando la razón aducida generalmente por quienes han votado por su sucesora ha sido que lo han hecho por los logros de su mandato y en general por el deseo de que se mantengan las políticas del presidente saliente.
Si la elección de Sheinbaum representa la validación del legado de amlo, entender qué le espera a México depende en parte de cuál consideremos que es ese legado. López Obrador llegó al poder en 2018 prometiendo una «cuarta transformación», un periodo de renovación comparable a los tres periodos de agitación política, que rehicieron el país: la lucha por la independencia frente a España durante el periodo de 1810-1821; las reformas liberales implementadas por Benito Juárez a mediados del siglo xix; y la Revolución Mexicana de 1910-1920. Nada tan grandioso se ha producido en el pasado sexenio, pero no cabe duda de que la topografía política de México ha experimentado un cambio drástico, ni de que López Obrador y Morena han desempeñado una función activa en dicho proceso. Esto hace que sea especialmente importante obtener una imagen más clara de la naturaleza del proyecto de amlo y de Morena.
Las muchas contradicciones del gobierno de AMLO han sembrado confusión entre los analistas tanto de México como de otros lugares. Por una parte, amlo ha elevado las rentas de los más pobres y limitado los privilegios de un reducido número de ricos; por otro, llegó al poder en 2018, estableciendo alianzas con anteriores mandatarios del pri y con el Partido Encuentro Social (pes), un pequeño grupo de derecha relacionado con los evangélicos antiabortistas. La combinación de conservadurismo social o religioso con perspectivas económicas progresistas no es infrecuente en América Latina y a ese respecto el gobierno de amlo no se diferencia de muchos de los regímenes de la ola bolivariana. «La Morena» es uno de los nombres que se da a la virgen de Guadalupe, patrona nacional de México, y si bien López Obrador ha mantenido una ambigüedad deliberada acerca de sus creencias religiosas, hace gestos regulares hacia los valores morales cristianos, quizá intentando cortejar a los votantes católicos y evangélicos al mismo tiempo, aunque la cifra de los primeros es abrumadoramente mayor y sin duda forman una parte más significativa de su base.
amlo también ha invitado a su partido a figuras del antiguo régimen del pri a las que la izquierda y la mayoría de los liberales consideran tóxicas. El ejemplo más obvio es Manuel Bartlett, que en su calidad de Secretario de Gobernación presidió el fraude de 1988 que privó de la victoria a Cuauhtémoc Cárdenas. En 2018 López Obrador lo nombró director general de la Comisión Federal de Electricidad, algo que a muchos les pareció un chiste de mal gusto: treinta años antes, un corte de electricidad había apagado convenientemente los ordenadores de cómputo de voto mientras Cárdenas llevaba la delantera. Cuando volvieron a funcionar, Salinas iba ganando. Parte de la explicación de por qué se alcanzaron esos acuerdos está en el simple oportunismo de los antiguos priístas, muchos de los cuales vieron hacia donde soplaba el viento y saltaron al otro lado para unirse a Morena (recibiendo así el apelativo de «chapulines»). Pero también es cierto que el fenómeno amlo ha inaugurado una recomposición del paisaje político mexicano, reorganizando las fronteras existentes previas y creando nuevas líneas divisorias, algo que también forma parte de la dificultad para definir la 4T.
¿En qué parte exacta del mapa político deberíamos situar a amlo? ¿Deberían considerarse su programa e ideología, el «obradorismo», parte de la ola bolivariana, o habría que evaluarlos como un ejemplo de una tendencia «populista» más amorfa e ideológicamente más indeterminada? ¿Se inspira López Obrador en las propias tradiciones radicales de México o se aparta de ellas? Él se declara de izquierda y la mayoría de sus seguidores se mostraría de acuerdo con tal afirmación. Debido en gran parte al perfil de clase claramente no representativo de los medios de comunicación mexicanos, el número de voces que defienden a amlo es considerablemente menor que las de quienes se oponen a él, pero sí tiene algunos defensores destacados y articulados. Para figuras como el historiador Lorenzo Meyer y los escritores Elena Poniatowska y Paco Ignacio Taibo –este último nombrado por amlo para dirigir la editorial Fondo de Cultura Económica–, López Obrador es el primer líder izquierdista de México elegido democráticamente y representa un avance histórico para la política progresista. Columnistas como Hernán Gómez Bruera o Jorge Zepeda Patterson y escritores asociados con Sin Embargo, la plataforma informativa digital fundada por Zepeda en 2011, se encuentran entre los pocos medios que ofrecen con regularidad respaldo crítico desde la izquierda, junto con el pilar de la izquierda mexicana, La Jornada, donde columnistas como Enrique Galván Ochoa y Pedro Miguel apoyan a amlo.
Pero una parte significativa de la izquierda mexicana considera a López Obrador como alguien ajeno a su causa. El movimiento zapatista se ha mostrado escéptico desde el comienzo. En 2006, en lugar de respaldar la candidatura presidencial de amlo, montaron «la otra campaña», un intento de reunir fuerzas populares en torno a un programa no electoral. En 2017, los zapatistas cambiaron de táctica y respaldaron la candidatura presidencial de María de Jesús Patricio Martínez (Marichuy), candidata del Congreso Nacional Indígena. Pese a que no obtuvo el registro por incumplir las normas del Instituto Nacional Electoral, para un segmento de la izquierda mexicana el portaestandarte de la izquierda era Marichuy, no amlo. Tales corrientes de opinión, que abarcan desde autónomos a marxistas de diversas tendencias, mantuvieron una actitud crítica hacia López Obrador después de que este accedió al poder. Carlos Illades, historiador del socialismo y el comunismo mexicanos, considera a amlo una figura conservadora y comprende la 4T como una mera «revolución imaginaria»; López Obrador «tenía una magnífica oportunidad de efectuar un cambio sustancial en el país y la ha desperdiciado». Para el teórico político marxista Massimo Modonesi, la 4T no se ha construido sobre una intensificación de las luchas sociales, sino sobre la contención de estas; y sus elementos conservadores y tendencias centralizadoras la hacen comparable a otros ejemplos de «revolución pasiva» gramsciana.
Pero la enorme mayoría del consenso de oposición a amlo, que abarca desde liberales de izquierda a conservadores, se sitúa a la derecha del gobierno. Muchos de los temas fundacionales –su supuesta megalomanía, el tipo de izquierdismo irresponsable, el provincianismo retrógrado– los estableció Enrique Krauze en un ensayo de 2006, que calificaba a López Obrador de peligroso demagogo de izquierda, al estilo Hugo Chávez, y advertía contra la elección de este «mesías tropical». Desde entonces, la crisis de la democracia liberal experimentada en el Norte global ha equipado a los comentaristas mexicanos con temas adicionales, como el del «hombre fuerte» y un «populismo» vagamente definido. La politóloga y tertuliana Denise Dresser, por ejemplo, describe a amlo como un «populista autoritario» cortado por el patrón de Trump, Orbán y demás compinches, que ha «socavado la democracia», mientras que poco antes de las elecciones de 2024 manifestó igualmente que la victoria de Sheinbaum equivalía a «votar por la autocracia».
Para muchos críticos de López Obrador, el ascenso de Morena al poder no es una novedad histórica sino una perniciosa recurrencia del sistema unipartidista impuesto por el pri. En mayo de 2024, aproximadamente doscientos intelectuales y personajes de la cultura firmaron una carta abierta anunciando su apoyo a la candidata de la coalición pan/pri/prd Xóchitl Gálvez, alegando que representaba el mejor medio para defender la «democracia» contra una «regresión autoritaria». Entre los firmantes se encontraba Roger Bartra, autoproclamado socialdemócrata, que considera a amlo como un «retropopulista», que no ha hecho más que dar un barniz progresista a un tipo familiar de nacionalismo estatalista. En 2021, Bartra, autor en 1987 de un libro sobre la identidad nacional mexicana titulado La jaula de la melancolía, publicó Regreso a la jaula, donde atribuye la victoria de López Obrador a una persistente herencia autoritaria. Otros han buscado precedentes aún más antiguos, calificando a amlo de tlatoani, soberano en náhuatl.
Es cierto que muchas de las políticas de López Obrador parecen provenir de épocas anteriores. Grandes proyectos como la refinería de Dos Bocas o el Corredor Interoceánico recuerdan al pri en su fase desarrollista de mediados del siglo xx y la insistencia en que el petróleo es la «palanca del desarrollo» recuerda a los gobiernos petronacionalistas, pero en especial al de Lázaro Cárdenas, que se enfrentó a las petroleras estadounidenses y nacionalizó sus activos en 1938. El lenguaje populista de amlo y algunos de sus hábitos presidenciales recuerdan también a los de Cárdenas, famoso por recorrer el país y por su toque popular. Los paralelismos históricos establecidos por el propio amlo se retrotraen aún más y no tienen nada que ver con el pri, dado que, como hemos visto, el presidente sitúa la 4T al lado de la independencia mexicana, las reformas de Juárez y la Revolución Mexicana.
Pero si algo nos dicen estas analogías es que López Obrador representa algo completamente distinto. La principal diferencia entre la 4T y los precursores que se ha elegido, por ejemplo, es que estos coincidieron con periodos convulsos –guerras civiles, invasiones extranjeras, revoluciones– y supusieron enormes movilizaciones populares, así como fuertes pérdidas de vidas y graves dislocaciones económicas. En todos los casos, el país emergió renovado, pero también en ruinas. El ascenso de amlo no ha sido nada parecido: él y su partido han sido elegidos democráticamente y pese a las quejas vehementes de sus oponentes ambos han actuado dentro del sistema constitucional. Ha hablado con regularidad de una «revolución de las conciencias», pero hasta ahí han llegado sus llamamientos a la insurgencia. La diferencia más obvia entre Morena y el pri, por otra parte, es que este pasó décadas manipulando elecciones dentro de un sistema que el partido mismo construyó, mientras que Morena ha ganado elecciones libres y justas, siguiendo las reglas establecidas por sus oponentes. Ese éxito es crucial para entender el obradorismo y algo que se pasa a menudo por alto en medio de la contienda en torno al propio amlo. Seis años después del asombroso avance que le llevó al poder, parece probable que Morena siga siendo la fuerza política dominante en México durante el futuro inmediato. ¿Cómo ha logrado un movimiento establecido en 2011, que no se registró como partido hasta 2014, alcanzar esa posición con tanta rapidez y cómo nos ayuda su éxito a situar la 4T en un contexto comparativo?
Aunque los comentaristas mexicanos y la mayor parte de la cobertura extranjera tienden a tachar a Morena de vehículo para las ambiciones personales de amlo, la victoria abrumadora de Sheinbaum y el hecho de que el partido haya conservado el control del Congreso y dos tercios de los gobiernos de los estados de México demuestran que es mucho más que eso. Desde el punto de vista organizativo, las bases del movimiento se sentaron ya a finales de la década de 2000. Entre 2007 y 2009, López Obrador mantuvo reuniones en 2456 municipios para recabar apoyos a su «gobierno legítimo», tras las graves irregularidades del cómputo electoral mencionadas en las elecciones presidenciales de 2006, que dieron la victoria a Felipe Calderón, y los comités locales creados tras dichas reuniones sentaron las bases de la estructura territorial de Morena, cuando el partido se creó en 2011. Desde el punto de vista ideológico, sus preceptos fundamentales se consensuaron igualmente durante el gobierno de Calderón, mientras diversos intelectuales progresistas colaboraban con amlo en el desarrollo de un «proyecto nacional alternativo» para preparar las elecciones de 2012. Dicho proyecto era un ambicioso programa antineoliberal basado en la recuperación de la capacidad del Estado, la lucha contra la corrupción y el uso del sector energético para impulsar el desarrollo nacional. El nombre del movimiento, por otra parte, procedía del periódico Regeneración, fundado en 2010 como órgano de una organización todavía embrionaria: su título es un reconocimiento a la publicación anarquista clandestina fundada por los hermanos Flores Magón a comienzos de la década de 1900, lo cual señala una afinidad con las tradiciones revolucionarias de México.
Aunque López Obrador y otros candidatos afiliados a Morena se presentaron en 2012 bajo las siglas del prd, el viraje de este hacia la derecha y su voluntad de alcanzar acuerdos con el pan y el pri hicieron inevitable la escisión. En noviembre de ese año, después de que saliesen elegidos los delegados de los comités locales de todo el país, Morena celebró un congreso nacional en el que se convirtió oficialmente en partido, obteniendo el registro en el ine en 2014. La infraestructura nacional que había montado durante los años precedentes dio a Morena una base electoral formidable, pero sus mecanismos de debate interno y política han seguido siendo torpes y a menudo opacos, provocando tensiones recurrentes entre bases y dirigentes. Su crecimiento, no obstante, ha sido impresionante: de acuerdo con datos oficiales del ine, Morena tiene ahora en torno a 2,3 millones de afiliados, casi un millón más que el pri y casi diez veces más que el pan. (Un dato interesante es que, excepto en el pan, en todos los partidos las mujeres superan significativamente en número a los hombres). En términos absolutos, Morena sextuplica el tamaño del Partido Laborista británico o el spd alemán, siendo tres o cuatro veces mayor si ponderamos el tamaño de la población votante de sus respectivos países. En términos relativos, duplica el tamaño del pt brasileño.
Desde el punto de vista regional, Morena podría considerarse una versión tardía del fenómeno de la ola bolivariana que se extendió por buena parte de América Latina en la década de 2000. Como muchos de esos gobiernos progresistas –Chávez, Morales, Correa– López Obrador logró construir un proyecto electoral viable, cuyo objetivo explícito era derrocar el consenso neoliberal reinante. Como Chávez y Correa, llegó al poder en medio de las ruinas del sistema de partidos establecido, como atestigua la caída drástica del pan, el pri y el prd, comparable a la implosión del Pacto de Puntofijo alcanzado por los tres principales partidos de Venezuela. El proyecto de amlo se basó también en la convergencia de la izquierda con otras tendencias sociales y políticas, que han ampliado el alcance electoral de la izquierda y al mismo tiempo pluralizado su linaje ideológico. Como los líderes de las revoluciones bolivarianas, López Obrador también ha sido objeto de un feroz acoso concentrado sobre su persona por parte de los medios de comunicación, aunque en su caso la similitud se remite más a las estrategias de guerra sin cuartel adoptadas por la oposición mexicana y la venezolana, verdaderas arquitectas de la «polarización» que denuncian, que a una semejanza entre los propios dirigentes progresistas. Sin embargo, amlo y Morena se diferencian de estos homólogos regionales en otros aspectos. El pt brasileño emergió de las luchas libradas por los trabajadores contra la dictadura durante las décadas de 1970 y 1980, mientras que en Bolivia el mas derivó de un arco más prolongado de resistencia indígena y militancia cocalera antes de alcanzar el poder en la década de 2000. Aunque Morena carece, sin embargo, de la profundidad histórica de esos movimientos, se trata de un partido más institucionalizado y menos personalizado que el Movimiento Quinta República (mvr) del chavismo, o su sucesor, el Partido Socialista Unido de Venezuela (psuv), y domina su propia coalición mucho más que la Alianza País de Rafael Correa en su momento.
De hecho, la velocidad y la escala de su crecimiento diferencian a Morena de los gobiernos de las revoluciones bolivarianas. Estas características constituyen a la vez un síntoma de la profunda crisis del orden neoliberal impulsado en México por los restantes partidos y del carácter tardío de dicha crisis, como si la prolongada acumulación de descontentos contribuyese a la brusquedad de la implosión neoliberal. El colapso de los partidos establecidos en México es la otra cara de la misma moneda, entregando a Morena una posición hegemónica para la que apenas tuvo tiempo de prepararse. La decadencia repentina de los demás partidos explica que tantos detractores de amlo carezcan de explicaciones serias para dar cuenta de la popularidad de Morena: el marco que dichos detractores utilizaban para entender la política mexicana quedó desmantelado de la noche a la mañana y estos se han mostrado en gran medida incapaces de desarrollar nuevas formas de contemplar un paisaje radicalmente alterado. Por eso también sus comentarios tienden tan a menudo a adoptar un tono apocalíptico: desde su punto de vista, el final de su mundo parece el final de todo lo demás.
La crisis del neoliberalismo continúa y tanto en México como en otras partes no está nada claro qué vendrá después. Las ambigüedades de amlo reflejan esa desorientación más general: su eclecticismo político –la combinación de políticas de izquierda con actitudes culturales conservadoras– es en cierta medida expresión de este interregno confuso en el que partidos nuevos como Morena intentan establecer coaliciones electorales insólitas en un terreno social hecho añicos. Situar un gobierno como este en el espectro derecha-izquierda, o comparar sus políticas con una lista predeterminada de características de «izquierda», no ayuda mucho a entender su proyecto. Buen ejemplo de ello es la importancia central que la 4T asigna a la lucha contra la corrupción: si bien a menudo esta va dirigida contra los poderosos, se trata de un programa más moral que político e ideológicamente polivalente, como atestiguan, por ejemplo, las consecuencias de la operación Lava Jato en Brasil. La lucha contra la corrupción opera también como un expediente evasivo, diseñado para atraer el apoyo a la redistribución y al mismo tiempo evitar una guerra de clases declarada. No cabe duda de que amlo ha comenzado a abordar la desigualdad, pero no ha aprovechado su mandato para subirles los impuestos a los ricos, por ejemplo.
En ese sentido, López Obrador está intentando cuadrar el mismo círculo que muchos de los gobiernos de las revoluciones bolivarianas, elegidos con el mandato popular de reducir las profundas desigualdades, pero enfrentados a las defensas bien arraigadas de unas elites sólidamente atrincheradas y bien dotadas de recursos. El contexto macroeconómico en el que fue elegido amlo era mucho menos propicio que el que disfrutaron muchos de los gobiernos bolivarianos durante la década de 2000, dado que estos se beneficiaron del superciclo de los precios de las materias primas. En lo referido a las restricciones materiales en las que ha tenido que operar, el gobierno de López Obrador es quizá más comparable a los de los «gobiernos bolivarianos 2.0», como el actual gobierno de Lula, por ejemplo, que desde el comienzo ha adoptado un marco fiscal ortodoxo para apaciguar al capital. Pero como han observado André Singer y Fernando Rugitsky, desde el punto de vista político amlo ha disfrutado de un margen de maniobra mucho mayor, gracias al peso mucho mayor de Morena en el Congreso mexicano en comparación con el pt. El mismo factor distingue a López Obrador de los gobiernos de Gustavo Petro en Colombia o de Gabriel Boric en Chile, que llegaron al poder con mayorías de gobierno escasas y se encontraron de inmediato políticamente asediados. La 4T ha provocado una oposición ruidosa, sin duda, la cual, sin embargo, no ha estado ligada a un reto electoral sostenido, mientras Sheinbaum disfruta de un margen en el Congreso mayor aun que el de amlo.
Por resumir los compromisos fundamentales del obradorismo, podríamos resaltar su rehabilitación del Estado como agente de desarrollo, la voluntad de reducir la desigualdad, la calificación moral de la corrupción como un ataque al bien público y el compromiso con la responsabilidad fiscal. Los principios comunes a través de los cuales se han conjugado estos compromisos son la soberanía y la mejora del bienestar de las clases populares. No cabe duda de que dicho programa generará contradicciones, pero tampoco puede negarse que equivale a un proyecto ampliamente coherente y dotado de atractivo para las masas. Vista desde otro ángulo comparativo, la 4T podría considerarse una reiteración de los regímenes «nacional-populares» surgidos en América Latina entre las décadas de 1930 y 1950, de Cárdenas en México al mnr en Bolivia, que combinaron una neta posición antiimperialista en lo referido a la soberanía con medidas redistributivas e iniciativas para reducir el control ejercido por las elites oligárquicas. También estos regímenes fueron heteróclitos y mezclaron impulsos verticalistas y centralizadores con una verdadera participación de las masas (y fueron a menudo rechazados en su momento por sectores de la izquierda, que más tarde los reivindicarían, sin embargo). Su ambigüedad derivaba en parte de que desencadenaron simultáneamente procesos de «nacionalización y democratización del Estado», por un lado, y de «reconstrucción del núcleo oligárquico de este», por otro.
Con las precauciones que exigen todas las comparaciones entre diversos periodos históricos, tanto los éxitos como las deficiencias observadas en la 4T hasta la fecha podrían atribuirse a rasgos estructurales similares, que en su caso derivan de una destrucción incompleta del orden neoliberal. Por la misma razón, sin embargo, amlo ha sido mucho menos ambicioso de lo que han tendido a ser históricamente los regímenes populistas latinoamericanos y, en consecuencia, no se ha producido una confrontación con el capital exterior o nacional de la escala alcanzada por las nacionalizaciones de Cárdenas o del mnr. Si bien amlo y Morena afirman haber desmontado el neoliberalismo, en la práctica han aceptado y respetado a la postre muchas de las constricciones que este dejó atrás, y parece que el marco heterogéneo resultante persistirá durante el mandato de su sucesora.
NOTAS
Gracias a André Dorcé y David Wood por sus comentarios extremadamente útiles a un borrador anterior de este trabajo; todos los errores eventualmente presentes son míos.
Cálculos basados en los Cómputos Distritales del Instituto Nacional Electoral, https://computos2024.ine.mx.
Datos procedentes de Alejandro Moreno, «Respaldo a “4T” y a amlo apuntala triunfo de Sheinbaum: Encuesta ef», El Financiero, 4 de junio de 2024.
Ibid.
El pes se escindió de la coalición Morena en 2019 y es apenas visible en cuanto fuerza nacional, aunque entre 2018 y 2024 conservó el poder en Morelos, donde el exfutbolista Cuauhtémoc Blanco ha ocupado el cargo de gobernador.
Carlos Illades, La revolución imaginaria: El obradorismo y el futuro de la izquierda en México, Ciudad de México, 2023.
Massimo Modonesi, «La hegemonía del centro obradorista (centralidad, centrismo, centralismo)», Revista Común, 15 de marzo de 2023; y M. Modonesi, «La pax obradorista», Jacobin América Latina, 1 de junio de 2024.
Enrique Krauze, «El mesías tropical», Letras Libres, 30 de junio de 2006.
Denise Dresser, «Mexico’s Vote for Autocracy», Foreign Affairs, 17 de mayo de 2024; véase también Denisse Dresser, ¿Qué sigue? 20 lecciones para ser ciudadano ante un país en riesgo, Ciudad de México, 2023.
«Integrantes de la comunidad cultural a favor de Xóchitl Gálvez», Letras Libres, 20 de mayo de 2024. Otros de los firmantes fueron comentaristas liberales como Enrique Krauze, Gabriel Zaid o Héctor Aguilar Camín, y Jorge Castañeda, secretario de Relaciones Exteriores con Vicente Fox.
Roger Bartra, Regreso a la jaula: El fracaso de López Obrador, Ciudad de México, 2021.
La falta de bibliografía sobre Morena resulta pasmosa. El único libro serio, Las raíces del Movimiento Regeneración Nacional: antecedentes, consolidación partidaria y definición ideológica de Morena, de Héctor Quintanar, se publicó en 2017, es decir, antes de que el movimiento llegase al poder, y se centra en sus orígenes y formación.
Ibid., pp. 245, 269.
Ibid., pp. 250-257.
Ibid., pp. 316-339.
En 2022, por ejemplo, el análisis de la Convención Nacional del partido efectuado por un militante se quejaba de que los dirigentes no habían permitido una discusión o un diálogo informados a la hora de formular políticas. «La democracia en Morena no puede ser la misma que generó la estructura neoliberal. Forma es fondo, y si el fondo no se transforma, los mismos vicios que destruyeron al PRD carcomerán los cimientos, si no se actúa pronto», Teodoro Rodríguez Aguirre, «Convención Nacional Morenista: una ruta hacia la democratización», La voz de las bases morenistas, 24 de agosto de 2022, https://morenademocracia.mx.
Cálculos basados en cifras incluidas en el «Padrón de Afiliados a partidos políticos», ine, México, datos de 2023; Toby Helm, «Labor Membership Falls by 23.000 over Gaza and Green Policies», The Guardian, 30 de marzo de 2024; Philipp Richter, «Sozialdemokratische Partei Deutschlands», Bundeszentrale für politische Bildung, 7 de mayo de 2024; «Filiação partidária da eleição», Tribunal Superior Eleitoral, Brasil, datos de 2022, https://tse.jus.br.
Respecto a los inicios del pt, véase Emir Sader y Ken Silvertein, Without Fear of Being Happy: Lula, the Workers Party and Brazil, Londres y Nueva York, 1991; respecto al mas, véase Forrest Hylton y Sinclair Thomson, Revolutionary Horizons: Past and Present in Bolivian Politics, Londres y Nueva York, 2007.
Juan Carlos Monedero, «Los poderes del Estado en América Latina», nlr 120, enero-febrero de 2020, analiza este problema a través de la lente de las teorías del poder estatal.
André Singer y Fernando Rugitsky, «Slow Motion Lulismo», Sidecar/El Salto, 8 de enero de 2024.
Carlos Vilas, «La izquierda latinoamericana y el surgimiento de regímenes nacional-populares», Nueva Sociedad, núm. 197, mayo-junio de 2005, ofrece una breve comparación entre los regímenes «nacional-populares» y los bolivarianos. La teorización clásica de este concepto gramsciano en América Latina sigue siendo la de René Zavaleta, Towards a History of the National-Popular in Bolivia, 1879-1980 [1986], Kolkata, 2018; ed. cast.: Lo nacional-popular en Bolivia, Ciudad de México, 1986.
Una lectura positiva de Cárdenas es la de Adolfo Gilly, El cardenismo. Una utopía mexicana, Ciudad de México, 1994.
Anne Freeland, «Translator’s Afterword», en R. Zavaleta, Towards a History of the National-Popular in Bolivia, 1879-1980, cit., pp. 295-296.