LA IZQUIERDA FRENTE A LA CUARTA TRANSFORMACIÓN REBASAR POR LA IZQUIERDA

I.El legado: la mayoría decide

Tanto al comienzo como al final de su sexenio, Andrés  Manuel López Obrador -él como persona, pero también en tanto símbolo y síntesis del amplio movimiento social que le rodea- logró algo extraordinario, a saber, configuró una voluntad mayoritaria qué se expresó efectivamente en las urnas; es decir, pudo convertir en fuerza política efectiva, en poder real, el estado de ánimo, el deseo de los ciudadanos, que en el acto de depositar su boleta electoral, se graduaron como tales. Si algo consiguió AMLO, fue devolver el sentido a la noción misma de democracia; sentido que puede resumirse en el aserto, simple y contundente, de que la mayoría decide.  

Los enfrentamientos políticos que tuvieron lugar en las últimas semanas en torno a la iniciativa de reforma al poder judicial dejaron ver -con los aspavientos de los comentócratas y aún de muchas personas del común, que alertaban sobre algún supuesto devenir dictatorial del régimen-  que en los últimos lustros se fue instalando en el imaginario social una cierta perversión de la idea de democracia tal que, paradójicamente, la formación de algún tipo de consenso mayoritario se convirtió en sinónimo de autoritarismo.  ¡Increíble! Ahora resultaba que lo no autoritario solo podría ser la cristalización de decisiones tomadas por las minorías. 

Esta deformación, esta estigmatización del núcleo central de la teoría democrática -la mayoría decide- fue el producto que inadvertidamente fueron sembrando los intelectuales y opinólogos de la supuesta “transición a la democracia”,  que ocuparon los espacios principales en los medios de comunicación y en las instituciones de la conducción política del Estado. Lo que tienen en común, por ejemplo, Carmen Aristegui y Lorenzo Córdova, es que activamente operaron, en sus instituciones respectivas, para impedir que se formaran, en torno a los asuntos enfocados por cada uno, mayorías claras y estables. Pues según ellos -este es el sofisma de fondo- las sociedades modernas son plurales y distintas, están constituidas por racimos de múltiples diferencias y el orden político tiene como misión preservar y fomentar la expresión de esas divergencias. Cualquier confluencia, cualquier consenso de los distintos, es objeto de sospecha; y su posibilidad sólo puede ser pensada,  por los transitólogos, como el efecto de algún tipo de coacción externa o manipulación, de alguna dictadura. Vetada la existencia de mayorías reales, amplias, absolutas en cuanto al tamaño posible del demos, el argumento sostiene que ha de gobernar, si acaso, la minoría más grande o el arreglo temporal de algún conjunto de minorías: las administraciones de coalición, o los gobiernos divididos son, por ello, la realización plena de lo democrático para los intelectuales transicionistas. Pasamos de “la mayoría decide” a “la decisión es un arreglo de las múltiples minorías”. Y no sólo se trata aquí de una desviación teórica, de un desvarío del pensamiento, sino que todo el diseño de las instituciones político electorales, y de los aparatos de administración de la opinión pública política, fueron diseñados, activamente, para prevenir y evitar la formación de una voluntad completa y realmente mayoritaria. En el fondo se trata, se ha tratado siempre, del miedo al pueblo en que han cristalizado los arreglos institucionales: desde los requisitos para ejercer el derecho al voto (al principio, por ejemplo, sexo o edad); las divisiones territoriales arbitrarias; la división del Parlamento en dos cámaras; la obligación de la participación política a través de partidos;  la no elección del Poder Judicial, etcétera.

Por eso para Aristegui es impensable que en Venezuela o en Cuba pueda haber votaciones mayoritarias; por ello Córdoba (o Woldenberg, o Cordera o Dressser y tantos otros) hablan de autoritarismo si en una elección alguien gana con contundencia: para ellos la obtención de más de la mitad de los votos resulta un indicador inequívoco de que la democracia está en riesgo.

Lenin decía que el sistema democrático constituye el mejor arreglo político para el proletariado y las clases oprimidas, precisamente porque su punto de partida- la regla de que la mayoría decide- les favorece de entrada, ya que en la sociedad capitalista los de abajo son muchos más que los de arriba. Décadas después de Lenin, el filósofo CB MacPherson se preguntó, en su libro La Democracia Liberal y su Época, por qué  siendo absolutamente cierto que los jodidos son los más, nunca ha habido una revolución de gran calado por las vías pacíficas y electorales. Su respuesta fue que los sistemas políticos modernos,  especialmente los aparatos partidarios, operan estructuralmente para impedir que los pobres o explotados se unan y formen fuerzas mayoritarias estables. 

Pero AMLO, decíamos,  pudo construir y mantener una mayoría clara y contundente desde el principio hasta el final y,  con ello, recuperó el sentido prístino de la democracia: la mayoría decide. ¿Cómo lo logró? Poniendo el énfasis obsesivo, necio,  terco, casi exclusivo, en el combate a la pobreza en su manifestación más básica,  como carencia de ingresos, de dinero, de los bienes más elementales. Cumplió hasta el límite su lema: por el bien de todos, primero los pobres.

Su accionar, en este punto, fue casi leninista: los amolados son mayoría y su unión representa la posibilidad misma del poder en la democracia. Muchas de las críticas que se le hicieron a López Obrador, por parte de sectores progresistas a lo largo del sexenio, podrían ser ciertas: no tuvo una política cultural; dejó en el abandono mucho de la agenda educativa, no entendió ni atendió realmente la perspectiva feminista; no hizo suya la problemática universitaria y dejó florecer múltiples conflictos el terreno de la investigación científica y tecnológica; cayó en el militarismo, en fin, no tuvo la flexibilidad requerida para atender realmente a los pueblos indios y las resistencias a los macroproyectos. Muchos de esos cuestionamientos son valederos, la mayoría son injustos. Lo importante, sin embargo, es que esas desatenciones, surgidas probablemente de las características singulares de la subjetividad del expresidente, permitieron que el esfuerzo gubernamental no se dispersara y diluyera, no se pulverizara en el cuidado de las diferencias, sino que continuara obstinadamente enfocando el eje trazado: lo que los distintos tenemos mayoritariamente en común, la pobreza. En otro tiempo, antes, en otros vocabularios, hubiéramos dicho que el éxito de López Obrador radicó en que aplicó una política de clase. Seguramente  Marx estaría orgulloso de él.

El tremendo reto que enfrentará ahora Claudia Sheinbaum, será  atender, resolver, crear políticas para las cuestiones de la diversidad que fueron pospuestas por la política de clase de AMLO. Será difícil. Los transitólogos van a volver con su perorata de que lo democrático es satisfacer los deseos de las minorías. Pero López Obrador mostró el principio que hace falta para salvar el nuevo trecho de la Transformación: hacer una política ineludiblemente de clase, pero ahora en y para la diversidad. Es cierto, somos diversos por género, por etnia, por identidades de diferentes tipos, pero en cada una de esas clasificaciones no es lo mismo ser pobre que rico, así sea uno homosexual, mujer, estudiante, indígena, o creyente. Una política que tendrá que ser más clasista aún en favor de los de abajo. Pues no podrá seguir posponiendo la afectación fiscal de los ingresos de los de arriba. 

AMLO deja, pues, un gran legado: nada más y nada menos que dejar sentado que en democracia la mayoría decide.

II. El porvenir: rebasar por la izquierda

Para los pensadores y movimientos socialistas, comunistas, anarquistas y, en general, para los anticapitalistas de avanzada, siempre ha resultado problemático colocarse y afinar su acción frente a los gobiernos progresistas, surgidos de grandes vuelcos o movilizaciones sociales. Las dificultades emanan de una óptica radical que quisiera desembocar lo más pronto posible en una nueva realidad que hubiese suprimido el régimen salarial y la opresión de clase; pero los desajustes comienzan, a un nivel más básico y simple, desde el momento en que un movimiento social triunfante deviene gobierno y su perspectiva deja de ser la del resistente para convertirse en la del gobernante responsable. Ejemplos de radicalismo con frecuencia excesivo y problemático, abundaron en la vida de los regímenes de avanzada durante la última década latinoamericana. 

Mucho antes de las experiencias sudamericanas recientes, sin embargo, los socialistas y anarquistas mexicanos de las primeras décadas del siglo pasado enfrentaron dificultades para colocarse ante el régimen emanado del conflicto armado, pues los asaltaba una duda acuciante, a saber, si la Revolución por la que luchaban había, de algún modo, acontecido ya. 

La Revolución Mexicana, ese maremágnum, ese torrente en que murió un millón de personas cuando el país tenía escasamente once millones de habitantes;  que reclutó ejércitos enormes eminentemente populares; que enarboló ideales amplios, de gran espectro, que incluso incorporó capítulos sociales inéditos para un texto constitucional; ¿esa gran rebelión era la Revolución que había que hacer? ¿O acaso que culminar? ¿o reiniciar? ¿o profundizar, o aceptar, o rechazar, o algunos aspectos sí y otros no? Esa Revolución, en fin, ¿había empezado, estaba en su clímax o en vías de terminación? ¿0 estaba aún latente, en espera de una segunda, tercera o cuarta etapa que habría que, consecuentemente, apoyar e impulsar? Todas estas preguntas y sus respuestas posibles, se concretaron en posiciones políticas diversas, y muy concretas, de los luchadores socialistas ante el régimen oficial mexicano. Las oscilaciones -y tragedias- que sufrió la izquierda a lo largo del siglo, estuvieron ligadas, de un modo u otro, a la postura que el pensamiento, casi siempre de filiación marxista, pudo ir tejiendo, poco a poco, respecto al carácter de la gran confrontación con que México inició el siglo XX. 

Hacia el comienzo de los años sesenta, la corriente principal de las formaciones transformadoras, se liberó, por fin, de la ideología de la Revolución Mexicana y llegó a la conclusión, ya indudable, de que era necesaria una nueva Revolución: un recomienzo, la construcción de una nueva sociedad socialista, que ya no fuese, por ninguna vía, la prolongación o el cumplimiento del dispositivo social/estatal anterior. Una nueva Revolución que habría de acontecer, según propuso Arnoldo Martínez Verdugo, a través de la democratización radical y la promoción plena de las libertades públicas políticas.

Con mucho menos dramatismo y urgencia que los comunistas/anarquistas de comienzos de la centuria pasada, las personas y organizaciones de herencia socialista experimentan dificultades para colocarse ante la Cuarta Transformación: ¿era -es- esta la nueva realización por la que luchamos? ¿Nuestro papel es apoyarla o criticarla? ¿Cómo evaluar los compromisos  del nuevo régimen con el personal político del antiguo? ¿Y las concesiones a los empresarios, y los macroproyectos? ¿El creciente lugar otorgado al ejército? ¿Cómo se contrapesan, si es que lo hacen, esos y otros aspectos, con la mejora sustancial de la condición de los más pobres; con la recuperación de la soberanía energética, con el respeto amplio a las libertades? En un sentido más práctico e inmediato: ¿es, o puede ser, Morena la organización que encabezará el cambio anhelado -y por lo tanto hay que ingresar de inmediato en ella-, o hay que empezar a construir una agrupación anticapitalista radical que vaya más a fondo, que sea más consecuente?

“La izquierda frente a la 4T”. Para muchos el enunciado mismo carece de sentido, pues ocurre que la Cuarta Transformación es la izquierda, y lo que cabe no es estar delante o atrás, sino integrarla, estar dentro, participar orgánicamente de ella. Después de todo, si AMLO pudo llegar, fue también porque nuestras luchas colaboraron a ello; su triunfo, y ahora el de Claudia Sheinbaum, es también el nuestro. El argumento es poderoso. Lo que hay que hacer, se afirma, es apoyar a la Transformación en curso y a su segunda etapa que comienza, pues esta es, de alguna forma, la Revolución que hemos construido y, en buena medida, la que queremos. Más aún, el pueblo está con ella y es ahí donde, por lo tanto, tenemos que estar nosotros.

Sin embargo, la experiencia de las izquierdas en el siglo XX, en México y en el mundo, enseña que ninguna Revolución es ya de suyo, sin más, así como está, en la forma en que se ha realizado, la que hace falta para cambiar el mundo y que un valor importante para los comunistas/anarquistas es mantener abierto y a la vista el horizonte de transformación radical, para que ellos mismos, y los medios en los que actúan, no se anquilose, no se osifiquen y acaben sucumbiendo en algún tipo de decadencia deplorable.

Andrés Manuel López Obrador tuvo un extraordinario manejo y claridad en relación con la derecha, lo que solía llamar los conservadores. Supo confrontarlos cuando fue necesario, pero a la vez atender sus intereses en cuanto representaciones del capital; frecuentemente llevada con dureza, la relación con ellos fue, a pesar de todo, institucional e incluso formaron parte de algunas instancias formales, grupos consultivos del presidente, por ejemplo.

En cambio, para los opositores del lado izquierdo, en muchas ocasiones no hubo suficiente diálogo ni intentos de incorporación. Los resistentes a los macroproyectos no fueron recibidos en Palacio, ni las organizaciones indígenas, ecologistas o magisteriales radicales fueron atendidas con paciencia; las agrupaciones y acciones feministas no fueron percibidas con empatía, e incluso las asociaciones de defensa de los derechos humanos fueron tratadas, a veces, con rudeza. No estoy diciendo que no se hayan realizado consultas para echar adelante los grandes proyectos, ni que estos sean necesariamente negativos para las comunidades afectadas o para la sociedad en su conjunto. Pero me parece que podría haberse dialogado, escuchado mucho más, pacientemente, aún cuando los proyectos gubernamentales hubiesen sido pospuestos por un tiempo, modificados, o incluso cancelados hasta que se hubiere alcanzado el consenso de los actores políticos progresistas. En el terreno de la acción política en sentido estricto, a la hora del pragmatismo con frecuencia fueron ofrecidas posiciones importantes a personajes altamente discutibles, o incluso llanamente impresentables; pero el cálculo pragmático siempre se inclinó hacia la derecha, ningún espacio de representación o de poder fue transferido a algún opositor izquierdista recalcitrante.  En este sentido creo que a AMLO le faltó una mejor política, más amplia, más sensible, hacia su mano izquierda.

¿De dónde surgió esa carencia? Tengo la impresión de que López Obrador no desenvolvió una estrategia más profunda para con socialistas/comunistas/anarquistas, porque asumió que su propuesta de Cuarta Transformación, con su énfasis en el “Primero los pobres”, su enfoque de clase, sintetizaba en sí misma la perspectiva izquierdista y que, por lo tanto, no hacía falta, ni podía haber, una política viable más efectiva que la que el nuevo régimen estaba impulsando. En la carretera del cambio social, la 4T fue como un gran y muy rápido trailer que iba adelante de todos los demás, y ocupó por completo el carril de la izquierda, de tal suerte que obligó a todo aquel que quisiera rebasarlo a intentarlo por la derecha. Hacia ese lado el conductor, sin embargo, era capaz de controlar las embestidas, cerrar los espacios, adelantarse a todas las maniobras.

Con el tractocamión adelante por el carril izquierdo, los vehículos de los socialistas no podían plantearse, so pena de desaparecer como tales, el adelantar por la derecha (la triste suerte del PRD es prueba de ello). Pero tampoco podían pasar por el otro lado porque el vehículo que encabezaba la marcha ocupaba todo el espacio. Así que los izquierdistas que quisieron rebasar a AMLO, con frecuencia se vieron impelidos a salirse del camino, a hundirse en las cunetas o a saltar por los montes: en lugar de plantear propuestas viables, razonables y realizables, que pudieran competir con las del nuevo régimen,  se vieron en la tesitura de exigir cosas como el fin del capitalismo, la terminación inmediata de la relación salarial, la abolición de la producción con combustibles fósiles, la interdicción de todo proyecto de infraestructura, trenes, carreteras, presas.

Pero el mundo político requiere una izquierda, para no anquilosarse, para no degradarse, para no decaer. Una fuerza que mantenga abierta la posibilidad de que haya otros caminos hacia el mejoramiento de los amolados y hacia afuera del capitalismo; una fuerza que amplíe permanentemente el espectro del pensamiento social posible, y que muestre que hay otros recorridos viables, aquí y ahora, realizables, transitables, para alcanzar los objetivos sociales. En esta segunda etapa de la transformación, tiene que ser posible rebasar por la izquierda, sin que quien intente hacerlo tenga que subir a los montes de lo irrealizable y testimonial. Para ello es necesario que los resistentes y críticos progresistas, de avanzada, del proceso actual, piensen más, elaboren mejor, inventen nuevas cosas, mejoren sus lenguajes, afinen sus vocabularios; pero también ayudaría que el nuevo gobierno estuviera dispuesto a reconocer y aceptar que esa fuerza por su flanco izquierdo existe, es real, y tiene que ser tomada efectivamente en cuenta para el discurrir del país por el camino del cambio social.

La alternativa de la izquierda frente a los gobiernos progresistas no puede consistir ya más en la antigua fórmula acuñada por los viejos comunistas, a saber, el “acompañamiento crítico”, consistente en apoyar lo bueno y cuestionar lo malo; sino que hoy la postura revolucionaria tiene que proponerse rebasar por la izquierda, es decir, no cejar en el intento de adelantar y guiar la marcha de todos, pero sin permitir ser sacados del camino de la política efectiva, tangible, para el aquí y el ahora; sobre todo, no caer en la tentación de devenir una fuerza moral, simbólica, admirable pero a fin de cuentas testimonial. 

Rebasar por la izquierda ¿desde fuera o desde dentro de Morena? Adentro y afuera. En todas partes, todo el tiempo. 

NOTAS

*He desarrollado una versión anterior y más amplia de este primer apartado en el la revista electrónica Apuntes, No. 16  (agosto-septiembre de 2024)

  Sobre las dificultades de los marxistas y comunistas para tomar posición ante la Revolución Mexicana, véase, Gerardo de la Fuente Lora, “¿Es difícil ser marxista en México?”, en Fabelo José Ramón (Coordinador), Estética y Filosofía de la Praxis. Homenaje a Adolfo Sánchez Vázquez, Ia edición, México, Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, 2021

  Retomo la expresión y concepto “Rebasar por la izquierda”, de las sugerencias hechas por el antiguo dirigente comunista Daniel Carlos García, que pueden consultarse en sus colaboraciones regulares a la revista electrónica Tribuna Comunista.