INTRODUCCIÓN
En la sima del horror y la desesperanza en la que México parecía hundirse al mediar la segunda década del tercer milenio, una marea ciudadana movida por la empatía y la solidaridad tocó de pronto los más hondos sentimientos nacionales para abrir paso a la acción colectiva, algo inusitado después de largos años de inmovilidad y resignación aparentes.
La masacre perpetrada por policías municipales en Iguala, Guerrero, durante la noche del 26 de septiembre de 2014 cuando fueron asesinadas seis personas y heridas más de veinte por órdenes del presidente municipal José Luis Abarca Velázquez, y la ulterior desaparición forzada de 43 estudiantes de la Escuela Normal Rural “Raúl Isidro Burgos” de Ayotzinapa, se convirtió en un crimen de Estado1 al verse implicados en este delito de lesa humanidad tanto las policías de Iguala y Cocula, que los detuvieron y trasladaron, como las autoridades estatales y federales y el ejército mexicano2, por su inacción cómplice.
La tragedia de Iguala y la lucha de padres de familia y compañeros de los desaparecidos por su presentación con vida aparecen como el motor de un movimiento que, aunque con derroteros aún inciertos, se transforma rápidamente en un inesperado resurgimiento cívico de México. ¿Por qué estos acontecimientos atroces han podido despertar la conciencia dormida de una nación? ¿Por qué ha tenido tal eco internacional el reclamo de justicia y la exigencia de presentación con vida de los 43 normalistas? ¿Qué significado atribuimos a estos hechos? ¿Cuál es el origen y cuáles los horizontes que podemos vislumbrar en el curso de los acontecimientos?
El artículo que proponemos a la revista Memoria aborda estas cuestiones desde un punto de vista que incorpora lo local a la comprensión de lo nacional, la larga duración a la coyuntura, y que mira al poder desde la sociedad y no desde la sacralización de las instituciones. La óptica regional, la perspectiva histórica y la sociología política son, pues, las lentes que alumbran nuestra mirada.
GUERRERO: ESPEJO DE LA NACIÓN
Guerrero es, hoy, el espejo oscuro en el que nos reflejamos todos, podemos decir parafraseando a Fernando Bogado (2011). Los hechos de Iguala constituyen un retrato crudo y realista de lo que ocurre en todo el país: las miles de fosas clandestinas, cadáveres anónimos, ejecuciones extrajudiciales, secuestros, detenciones arbitrarias, desapariciones forzadas y poblaciones desplazadas por la violencia3. Son hechos que acontecen cotidianamente en todo el territorio nacional sin que ninguna autoridad investigue o haga algo para evitarlo, sin que víctima alguna obtenga justicia, sin que la población atine a salir del miedo y la parálisis. Evidencian el colapso total del Estado de derecho. La masacre de Iguala seguida de la desaparición de los 43 estudiantes exhibió sin atenuantes los nexos orgánicos que existen entre el poder político y las organizaciones criminales en México: el grado de descomposición que ha alcanzado la vida institucional y el maridaje entre economía criminal y régimen político. Lo que vimos en Guerrero nos convenció de que esa realidad no era “un hecho aislado”, no era la excepción sino la regla.
Pero, por razones opuestas, Guerrero es hoy un faro en la noche oscura que vive México. Los acontecimientos de Iguala mostraron, también, la otra cara de ese rostro tenido por ingobernable: la fuerza de la resistencia y de la memoria. La masacre de Iguala no se convirtió en un capítulo más del horror cotidiano que se vive en México debido a las dimensiones del crimen perpetrado pero, sobre todo, a la respuesta de los agraviados. La lucha determinada e indeclinable de los familiares de las víctimas y sus compañeros, los normalistas de Ayotzinapa, fue un factor determinante en el desarrollo del conflicto.4
El primer paso fue la exigencia terminante hacia el gobierno y las instituciones del Estado de la presentación con vida de los 43 normalistas, la investigación de los hechos y el castigo a los culpables. Esta exigencia puso en un predicamento a los tres niveles de gobierno, a los tres poderes y al sistema de partidos, es decir, al Estado en su conjunto, pues evidenció la ineptitud, la corrupción y el colapso institucional del Estado mexicano.
Los condenables hechos de Iguala pusieron al Estado mexicano en el banquillo de los acusados. El escrutinio empezó por el gobierno municipal encabezado por José Luis Abarca Velázquez, su esposa y su jefe de seguridad pública, Felipe Flores Velázquez, que pronto revelaron sus nexos directos, orgánicos, con la organización criminal Guerreros Unidos. Cuatro hermanos de María de los Ángeles Pineda Villa -Mario, Marco Antonio y Alberto, ejecutados en 2009 y Salomón, jefe actual de la plaza de Iguala-, eran capos de este grupo delincuencial implicado por los testimonios en la agresión, asesinato y desaparición de los normalistas en Iguala. Los policías de Iguala y Cocula detenidos declararon que su cadena de mando estaba encabezada por miembros de ese cártel.
Las acusaciones hacia el alcalde Abarca como autor del triple homicidio de Arturo Hernández Cardona, Félix Rafael Bandera Román y Ángel Román Pérez, dirigentes de Unidad Popular de Iguala, levantados, torturados y asesinados en mayo de 2013, revelaron las consecuencias de que aquel crimen hubiese quedado impune y cómo habían operado las redes de protección que arroparon al munícipe desde el gobierno del estado y del congreso local, pero también desde las cúpulas del Partido de la Revolución Democrática (PRD), cuya corriente hegemónica, Nueva Izquierda, lo postuló candidato y lo sostuvo pese a las acusaciones que pendían sobre él. El gobernador Aguirre no atendió esas acusaciones como tampoco ordenó intervenir a la policía estatal para detener la agresión del 26 de septiembre; la razón que adujo su procurador de justicia, Iñaqui Blanco, fue que Abarca no había respondido a su llamada. El alcalde y la policía municipal de Iguala, apoyada por la de Cocula, contaron asimismo con la inacción cómplice de la policía estatal y del 27º batallón de infantería, cuyo cuartel se sitúa a menos de 150 metros del lugar donde los estudiantes fueron agredidos con armas de asalto. Los soldados nunca hicieron acto de presencia para detener la agresión. Cuando el ejército intervino, fue para amenazar a los heridos y sus acompañantes, refugiados en un hospital de la zona, con desaparecerlos si no daban sus verdaderos nombres, según ha declarado Omar García, uno de los estudiantes agredidos.
La seguridad de poseer poder e impunidad le permitieron a Abarca permanecer varios días en su puesto, hacer declaraciones cínicas y provocadoras y solicitar licencia en una tranquila ceremonia protocolaria. La pareja pudo escapar de la acción de la justicia durante más de un mes5, mientras que su jefe de seguridad aún permanece prófugo.
La solicitud de licencia del gobernador Ángel Heladio Aguirre Rivera, hecha a regañadientes el 23 de octubre, antes de cumplirse un mes de la tragedia, rápidamente se reveló como una salida insuficiente para atenuar el clamor por Ayotzinapa. La falta de resultados del caso, atraído tardíamente por la Procuraduría General de la República -quien se atuvo a las declaraciones del presidente de la república en el sentido de que, por ser de la exclusiva competencia del gobierno estatal, la federación no intervendría para investigar los hechos-, pronto alcanzó los más altos círculos del poder con la exigencia de renuncia del presidente Enrique Peña Nieto, aquejado desde inicios de su gobierno por cuestionamientos a su legitimidad.
El movimiento que exige la presentación con vida de los 43 normalistas -con la consigna: ¡Vivos se los llevaron! ¡Vivos los queremos-, se ha convertido en la expresión indignada de una nación que exige un cambio de rumbo. Una lucha que expresa la decisión de poner un hasta aquí al horror y la muerte que se han instaurado como realidad cotidiana en el país pero que, consciente de que nada cambiará sin cambios de fondo, está ampliando el alcance de sus demandas y sumando un amplio consenso en torno a la justedad y el carácter incluyente del movimiento. Ésta es la mayor de sus fortalezas.
El espíritu justiciero y la voluntad de transformación que anima la movilización sesenta días después de los hechos alcanza dimensiones nacionales y repercusiones internacionales: ha hecho que el mundo ponga los ojos sobre México y su gobierno. La lucha de padres y compañeros de los estudiantes secuestrados se ha instaurado como un referente político por excelencia. ¿Por qué un movimiento surgido en Guerrero es hoy ese referente? Una breve revisión de hechos significativos de su historia puede ofrecernos algunas respuestas.
LAS RELACIONES DE PODER, LA VIOLENCIA Y LA RESISTENCIA EN GUERRERO
Existe en el imaginario nacional una idea en torno al estado de Guerrero que funde las imágenes contradictorias de una región heroica (Montemayor, [1991] 2009) y de un “estado problema” (Ochoa Campos, 1964). Se ve a los guerrerenses como un pueblo combativo pero inculto y pendenciero. En este imaginario la idea de atraso, miseria, violencia endémica, ingobernabilidad e inestabilidad política se funden en un solo trazo. Armando Bartra (2000) ha acuñado la fórmula del “Guerrero bronco” para resumir ese carácter indomable asentado en la historia. Este imaginario amalgama significados diversos en donde se funden historia, mitos, conocimiento y prejuicios.
En Guerrero no son inusitados los hechos de violencia. La violencia política aunada a la violencia criminal, la violencia clasista y racista y la violencia de género forman múltiples manifestaciones de una violencia estructural y endémica que para mucha gente se funde en una única imagen de violencia como principal marca de la entidad suriana. Sin embargo, con demasiada frecuencia se hace una ecuación simple y directa entre pobreza y violencia. Es muy fácil concluir a partir de las estadísticas del atraso y la pobreza que éstas son las causantes de la violencia. Aunque, efectivamente, Guerrero ha sido por décadas campeón o destacado exponente del analfabetismo, la pobreza, el bajo nivel educativo, el desempleo, la migración, la baja contribución al PIB y la falta de ingreso, no debemos perder de vista la especificidad de lo político.
Desde su constitución como entidad federativa el 27 de octubre de 1849, el tema de las relaciones políticas está en el centro de la violencia y la inestabilidad política que atraviesan su historia. El centralismo prevaleciente en la relación entre federación y estado ha sido la causante de la mayor parte de las caídas de gobernadores, tanto en el periodo porfiriano como en la etapa posrevolucionaria (Moncada, 1979; González Oropeza, 1983; Jacobs, 1985; Estrada, 1994).
La supremacía de los cacicazgos en el plano regional y municipal aporta su cuota de violencia. Los caciques no operan al margen del sistema político sino que son las correas de transmisión entre las cúpulas partidistas de cualquier color y las clientelas. A veces los propios caciques ejercen el poder formal e informal desde las presidencias municipales o las gubernaturas6. En una entidad donde la presencia de las agencias gubernamentales y de justicia es escasa o nula en muchas regiones incomunicadas, el ejercicio de un poder arbitrario basado en el intercambio de lealtades y favores se facilita.
La relación gobernantes-gobernados ha sido también, históricamente, una fuente de conflicto por la lejanía entre los intereses de unos y otros, la privación política que padece el ciudadano común y la ausencia de contrapesos y controles para poner límites al poder de los gobernantes y caciques. La actividad económica y el poder político se ejercen sobre la base de una violencia estructural que se traduce en despojo, menosprecio, racismo, desigualdad e injusticia. Éstos han sido una base importante del enriquecimiento y del desarrollo de las principales actividades económicas: el desarrollo turístico (Campodónico y Fernández, 1981) el comercio, el agro, la explotación forestal (Gomezjara, 1979) y, en décadas recientes, la narco-economía. La escasez de comunicaciones y la debilidad institucional han favorecido el auge del cultivo de enervantes, que ya existía desde los años sesenta.
En los últimos veinte años, la asociación entre el poder político y el crimen organizado disparó a niveles inconcebibles los saldos de la violencia en Guerrero. El establecimiento de cárteles de las drogas y organizaciones criminales de todo tipo en Acapulco, Chilpancingo, la Sierra, la Tierra Caliente y la Región Norte, en donde se ubica Iguala, se convirtieron en el principal motor de una economía sostenida por empresas que tras una fachada legal lavan dinero de origen ilícito. Los grupos criminales no sólo se han coludido con el poder político a niveles inimaginables, se apropiaron también de las franquicias en que se convirtieron los partidos políticos y pasaron a ocupar posiciones clave dentro de los tres órdenes de gobierno.
El declive del sector primario, asfixiado por las políticas neoliberales, propició en Guerrero un incremento de la siembra, acopio, cultivo y transporte de cultivos ilícitos, principalmente mariguana y adormidera. El estado guerrerense es actualmente el primer productor de goma de opio, base de la morfina y la heroína. También el consumo y tráfico de cocaína, importada del Cono Sur, tuvo un auge importante en la entidad en los últimos veinticinco años. En el curso de la última década, Guerrero fue ocupado literalmente por las organizaciones del crimen organizado con la venia de los poderes fácticos. Además del narcotráfico, se han expandido al tráfico de personas, extorsión, secuestro y derecho de piso, “Según la Procuraduría General de la República, en Guerrero operan 21 células de narcotraficantes”7, las principales ciudades del estado: Acapulco, Iguala, Ixtapa-Zihuatanejo y la mayor parte de los gobiernos municipales están bajo el control de las organizaciones criminales, según ha reconocido el propio gobierno federal. Por su cercanía con regiones productoras de amapola y marihuana de la Sierra y Tierra Caliente, los centros regionales como Iguala, Acapulco, Zihuatanejo y la capital, Chilpancingo, se convirtieron en sede de grupos criminales poderosos. Un recuento de las principales organizaciones delictivas con presencia en Guerrero nos da una idea de su crecimiento y penetración (Ver cuadro 1).
Hay que enfatizar la relación que existe entre el auge del cultivo de narcóticos en Guerrero y el periodo de la guerra sucia de los años setenta. Es sabido el papel que jugaron los campesinos narcotraficantes José Isabel y Anacleto Ramos en la localización y cacería de Lucio Cabañas por el ejército, el 2 de diciembre de 1974. Después de la virtual aniquilación de la guerrilla cabañista, sus bases de apoyo siguieron sufriendo el asedio, criminalización y violencia del ejército mexicano, por lo menos hasta 1979. Tanto en el cerco contra la guerrilla como en la etapa ulterior de la contrainsurgencia, participaron cuerpos paramilitares. Muchos de estos paramilitares provenían de las comunidades campesinas serranas cooptadas por el ejército, que tenían la encomienda de mantener vigilada a la población y combatir cualquier indicio de resistencia. A cambio de ello, se les concedió un permiso virtual para portar armas y hacer cultivos ilícitos en la vasta y abrupta serranía guerrerense. Este es el punto de partida de su auge en Guerrero. La Sierra Madre del Sur que es precisamente donde la ACNR y el PdlP tuvieron su teatro de operaciones, es la región donde estos fenómenos se dieron con mayor fuerza. La relación entre cacicazgos y narcotráfico puede ser también señalada como factor en la fase de comercialización donde los cárteles dominan el siguiente eslabón del crecimiento de la economía criminal. No debe soslayarse el hecho de que la Región Norte, donde se ubican Iguala y Huitzuco, y donde los Guerreros Unidos han actuado con visible libertad y total impunidad, sea sede del poder del cacique mayor: Rubén Figueroa Alcocer.
En Guerrero, históricamente, luchadores sociales y disidentes políticos han sido perseguidos y encarcelados o asesinados y desaparecidos por su actividad disidente. La lista es larga y pueden identificarse periodos y coyunturas críticas así como personajes emblemáticos y organizaciones específicas. Pero la violencia represiva ha forjado también una escuela de luchadores sociales, empujados en muchos momentos a la clandestinidad y a la resistencia armada por la persecución y la violencia del Estado. Hay una correlación entre protesta y violencia de Estado. Cada ciclo de protesta está asociado a alguna masacre o represión, seguido de periodos de inestabilidad y, muchas veces, caída de gobernadores e insurrección armada. Como ha planteado Carlos Montemayor (2010), hay una violencia estructural que precede la resistencia armada popular. Ésta surge para hacer que aquella violencia cese.
No podemos hacer aquí un recuento pormenorizado de los episodios de violencia política en la historia de Guerrero, pero sí vale la pena seleccionar algunos sucesos que nos muestran la huella profunda de la memoria y cómo ésta alimenta los procesos de resistencia. La lucha por los desaparecidos de Ayotzinapa, en buena parte, está movida por la fuerza de esa memoria.
Hay dos episodios que adquieren relevancia cuando buscamos paralelismos entre el pasado y los acontecimientos presentes. Un periodo que podemos interpretar como un antecedente que influye en el imaginario, en las tácticas de lucha y en los repertorios de acción colectiva del movimiento, es el de los años sesenta y setenta del pasado siglo. Otro periodo importante es el del conflicto poselectoral de 1988-1989, en el que se inscribe la formación del Frente Democrático Nacional que postuló a Cuauhtémoc Cárdenas y la fundación del PRD. En Guerrero tomó la forma de una protesta continuada, de casi dos años de duración.
El primero de estos ciclos de protesta, represión y radicalización, inicia en Guerrero con el movimiento anticaballerista de 1960 (Gutiérrez Galindo, 1961; Estrada, 2001). Este movimiento está en sintonía con otros movimientos de carácter cívico: el movimiento navista de San Luis Potosí (Granados Chapa, 1992) y el Movimiento Cívico Sonorense (Guadarrama y Romero, 1985), ambos de finales de los años cincuenta y principios de los sesenta. Son movimientos animados por un espíritu cívico de lucha contra la imposición, el centralismo y el autoritarismo; su demanda central es democracia, aunque ésta, no siempre se formula como una demanda electoral; está animada por el deseo de la ciudadanía local de influir en las candidaturas y en las decisiones de interés público, la demanda de fondo es la ampliación y respeto de derechos civiles y políticos. Los actores participan acatando las estrechas reglas del juego político; en algunos casos participan en procesos electorales locales e inician una insurgencia cívica al ver frustrados sus anhelos ciudadanos por fraudes electorales orquestados por el PRI y manipulados desde el centro.
La protesta cívica normalmente es acallada con la represión. Algunas de estas jornadas están precedidas por movimientos estudiantiles que también son portadores de reclamos contra el autoritarismo y demandas democráticas: cuestionan decretos autoritarios y/o apoyan la formación de organizaciones representativas y populares. Intentan lograrlo a través de la movilización y a través de elecciones libres que son una quimera bajo las formas autoritarias del PRI hegemónico. Se ven impulsados por amplios movimientos populares de carácter regional que son aislados, invisibilizados y reprimidos con ayuda de la prensa venal.
El movimiento cívico guerrerense de los años sesenta tuvo dos hitos importantes: la huelga general de 1960 encabezada por la Coalición de Organizaciones del Pueblo que se cierra con la matanza de Chilpancingo del 30 de diciembre de 1960; y el periodo de instauración de Concejos municipales populares y la lucha electoral de la Asociación Cívica Guerrerense clausurada con la matanza del 31 de diciembre de 1962 en Iguala. Son dos hitos de la movilización popular que avanzan hacia la instauración de un poder ciudadano y que sólo pudieron ser frenados por la represión. Vemos cómo la caída del gobernador Raúl Caballero el 4 de enero de 1961, no detiene al movimiento cívico guerrerense. Al ser un triunfo del movimiento popular, la caída de poderes relanza el proceso: avanza el desconocimiento de los ayuntamientos afines al general Caballero Aburto y se instauran concejos municipales populares en más de 20 ayuntamientos (Estrada, 2001). Encabeza esta segunda etapa la Asociación Cívica Guerrerense. El intento de implantación electoral y consolidación de este proceso lleva a dichas organizaciones a participar en las elecciones estatales de 1962, donde se fragua un descomunal fraude electoral.
El triunfo declarado de los candidatos del PRI, con el nombramiento de Raymundo Abarca Alarcón (1963-1969) médico militar oriundo de Iguala como gobernador electo, desencadena un conflicto poselectoral que vuelve a ser sofocado violentamente: los candidatos y líderes opositores son encarcelados y la protesta reprimida por policías en la masacre de Iguala del 31 de diciembre de 1962. Culmina así un periodo de gobiernos municipales paralelos y el intento de consolidarlos por la vía electoral a lo largo de 1961 y 1962.
Abarca Alarcón (1963-1969) llega al poder cobijado por una masacre y alberga en su gestión otras dos masacres con innumerables muertos y heridos: la masacre del 18 de mayo de 1967 en Atoyac y la matanza de copreros del 27 de agosto en 1967 en Acapulco. Esas masacres motivaron el paso a la clandestinidad de dos destacados profesores y luchadores sociales, Genaro Vázquez Rojas y Lucio Cabañas Barrientos, que fundan sendas agrupaciones armadas: la Asociación Cívica Nacional Revolucionaria y la Brigada de Ajusticiamiento del Partido de los Pobres, respectivamente. Genaro había encabezado la insurgencia cívica de 1960-1962 y había sido detenido a raíz de la matanza de Iguala. Liberado en 1966 por sus compañeros, pasó a la clandestinidad para transformar su movimiento cívico en un movimiento armado, promotor de la autodefensa: la ACG, que se convierte en ACNR en 1968. Lucio Cabañas, como profesor de la escuela “Modesto Alarcón” en Atoyac de Álvarez, había encabezado un movimiento local de padres de familia contra el autoritarismo. La protesta culminó con la matanza del 18 de mayo de 1967, y Cabañas se remontaría a la Sierra a partir del día siguiente, para iniciar las bases de su organización armada. Si bien ambos eran profesores, Genaro había egresado de la Escuela Nacional de Maestros, y se radicalizó en el marco del movimiento magisterial de la sección IX del DF, que tuvo lugar en 1959, con otro guerrerense a la cabeza: Othón Salazar. En los años cincuenta, Genaro había intentado, sin éxito, obtener una candidatura por el PRI. Forma el Comité Cívico Guerrerense en 1958 en la Ciudad de México. Esta organización creada en el DF, que se transforma en Asociación Cívica Guerrerense (ACG) en 1959, es pionera en las denuncias e impugnaciones contra el gobernador Raúl Caballero Aburto. A finales de 1960, la ACG se integra como una de las 34 organizaciones que forman la Coalición de Organizaciones del Pueblo, organización popular que da continuidad al movimiento anticaballerista cuando la vanguardia estudiantil de la recién creada Universidad de Guerrero, es sitiada por el ejército (Estrada, 2001). Lucio Cabañas, por su parte, se había formado en la Normal de Ayotzinapa, combativo centro del normalismo rural creado durante el gobierno del presidente Lázaro Cárdenas. Participa activamente como estudiante en la huelga general contra Caballero Aburto y preside la Federación de Estudiantes Campesinos Socialistas de México en 1961. No obstante estas similitudes en la trayectoria de ambos luchadores, y a pesar de que el PdlP (1967-74) y la ACNR (1968-1972) despliegan sus acciones en la misma región serrana durante casi el mismo periodo, las dos guerrillas rurales nunca actúan de manera coordinada (López, 1974).
En el contexto nacional, con una lógica parecida y movido por un reclamo democrático similar en su esencia, el movimiento estudiantil popular de 1968 culmina también con una respuesta autoritaria y una masacre mayúscula, perpetrada por el ejército y replicada el 10 de junio de 1971 por cuerpos paramilitares. Se repite entonces a nivel nacional, lo que había ocurrido en Guerrero: la radicalización y el paso a la clandestinidad de muchos de los jóvenes que se incorporarían a alguna de las 44 organizaciones armadas del Movimiento Armado Socialista que surgieron en México entre mediados de los años sesenta y principios de los ochenta (Cedillo, 2010).
La espiral de violencia y represión que acompaña este periodo tuvo sus saldos más cruentos y dolorosos en el estado de Guerrero. La región de Atoyac, escenario de las dos guerrillas, concentra el mayor número de víctimas de que se tiene registro a nivel nacional. (Radilla y Rangel, 2012)
Un segundo ciclo de protesta y represión ocurrido entre 1988 y 1989 sigue la misma lógica y por ello, sirve para ilustrar nuestro argumento. En ese conflicto poselectoral -que se desarrollara a partir del fraude contra Cuauhtémoc Cárdenas y continuara a lo largo de 1989-, las organizaciones, igual que en 1960, recurren a la táctica de sustituir a los ayuntamientos electos por concejos municipales populares8.
Actualmente esta misma táctica está encontrando cada vez mayor respaldo entre los participantes locales del movimiento de apoyo a Ayotzinapa y empieza a verse como una apropiación del poder con la participación popular. De ahí que hasta en el contexto nacional adquiera consenso la necesidad de un nuevo pacto social. Se han propuesto distintas fórmulas: convención nacional, gobierno de salvación nacional, nuevo constituyente u otros que remplacen a los poderes establecidos bajo la lógica partidista hasta ahora dominante. Así lo expresan organizaciones y activistas que han padecido la violencia, como Javier Sicilia iniciador del Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad y otros defensores de los derechos humanos.
CONCLUSIONES
El tema de la violencia no es exclusivo de la entidad guerrerense. Se trata de un asunto vinculado al “modelo de vigilancia y control” (González Rodríguez, 2014), nueva fase en la configuración del poder en el capitalismo global. Como propone Daniel Bensaïd (2010:9), “…no es sorprendente que la privatización mercantil y la privatización generalizada del planeta tengan por corolario la globalización de la violencia social y militar, así como una privatización de su uso por mafias, milicias y otras tropas mercenarias”.
No podemos abordar aquí esas formas de violencia y su conexión en las distintas escalas en que operan las ramificaciones del poder. Sólo hemos tratado de focalizar en este artículo los vínculos entre el plano local-regional y el plano nacional de la violencia político-criminal y su impacto en la movilización y la resistencia. El grado de descomposición y degradación del Estado mexicano –como suma de sistema y régimen político (Aguilar, 1984)-, ha quedado de manifiesto en este punto crucial. Parece difícil que la crisis de legitimidad y gobernabilidad en curso puedan ser solventadas con reformas pueriles y cosméticas como las que ha presentado la presidencia.9
Como todo gran movimiento, el iniciado en torno a la presentación con vida de los 43 de Ayotzinapa tiene entre sus principales desafíos el mantenimiento de la acción (Tarrow, 1997). Sus objetivos y repercusiones tienen una gran capacidad convocante que difícilmente se diluirá sin más, a pesar de los esfuerzos del gobierno por minimizarla. El grado de desplome de las estructuras institucionales y el hartazgo de la sociedad, que después de mucho tiempo vislumbra una posibilidad de cambio y encuentra ánimo en esta esperanza, no declinará fácilmente en su determinación transformadora. Los estudiantes normalistas han mostrado una gran capacidad discursiva, lucidez y altura de miras. Junto a la tenacidad de los padres y familiares de los desaparecidos, todos aportan la estatura ética y política que da fortaleza al movimiento. Éste adquiere dimensiones nacionales y una legitimidad que crece de manera inversamente proporcional a la velocidad con que la clase gobernante la pierde. El movimiento trasciende los marcos y demandas locales e inmediatas y coloca a la movilización en ruta de un cambio fundamental y trascendente.
La tentación autoritaria de reprimir puede ser un arma de dos filos para el Estado mexicano, que enfrenta un riesgo severo de sucumbir a la ingobernabilidad y a la falta de legitimidad. A su vez, el propio movimiento enfrenta el riesgo de caer en la tentación de la violencia que algunos de sus aliados así como agentes infiltrados quieren introducir en la protesta. El fantasma de la insurrección armada que pende sobre el movimiento tiene, también, profundas raíces en la memoria. Aunque legítima, esto es lo que el Estado espera para desatar una estrategia represiva que le permita continuar criminalizando la protesta, aniquilar liderazgos y disuadir expresiones de apoyo. Es una vía para llevar el conflicto al terreno donde el Estado es más fuerte y tiene más recursos para suprimir y replegar a los luchadores a la clandestinidad y al aislamiento. El derrotero de los movimientos armados y la guerra sucia de los años setenta en México nos ha mostrado esta lección, que el movimiento de Ayotzinapa no debe soslayar. La fortaleza, la gran fuerza de este movimiento, no radica en la violencia sino en su legitimidad, su autoridad moral y su espíritu justiciero que le han dado esa enorme capacidad de convocatoria que aumenta más cada día. Son las bases de una revolución ciudadana pacífica que puede transformar a México
Lo que emerja de este ciclo de protesta es incierto, pero sea una aurora o una noche sombría no hay posibilidad de retornar al punto en que el Estado neoliberal se resquebrajó socavado desde adentro. La corrupción y el vaciamiento de las instituciones han provocado el colapso del andamiaje gubernamental, debilitado por el autoritarismo -insuficientemente remozado por la reforma política de 1977-, y por el adelgazamiento del Estado, impuesto a su vez por los políticos neoliberales a partir de 1982.
El movimiento por los 43 de Ayotzinapa se ha convertido en un punto de inflexión en la relación gobernantes-gobernados (Elias, s/f), en México. La ratio de poder que siempre ha favorecido a aquellos por el diseño de reformas hechas a modo. Estamos frente a una oportunidad de modificar esa ratio en favor de los gobernados. La lucha de padres y compañeros de los estudiantes secuestrados es hoy el referente político por excelencia, porque nos remite a una aspiración compartida en la que podemos reconocernos y proyectarnos como actores de un cambio posible. Ha visibilizado el derecho que tenemos como nación, formada por muchos pueblos y naciones, a transformar un estado de cosas indeseable; derecho consagrado en el artículo 39 de la Constitución10. Nos lleva a la exigencia de que gobernantes, jueces y hacedores de leyes, profesionales de la política en su conjunto, rindan cuentas. Habiendo dejado por mucho tiempo en las manos de la clase política el destino de la nación, parece llegada la hora de hacer un balance ante la quiebra del Estado y la falta de cumplimiento de sus responsabilidades más elementales. En momentos como este, el pueblo recupera su memoria como depositario de la soberanía.
El desprestigio de una izquierda electoral cooptada por prerrogativas y concesiones corruptoras no obsta para que proclamemos la necesidad de que otra izquierda haga acto de presencia en esta histórica coyuntura. Los fundamentos teóricos y éticos de esa izquierda no coludida con el poder están vigentes y se requieren en momentos como este. Al igual que la memoria de las luchas sociales guerrerenses nutre a los protagonistas del movimiento de Ayotzinapa, una memoria cimentada en la teoría marxista, pero también en la autocrítica y la experiencia, puede acompañarlos y fortalecerlos, sin protagonismos vanguardistas y sin el faccionalismo que escindió en otros momentos a esa izquierda. El reto es ser partícipes de un proceso capaz de transformar a México en este punto crucial de su historia.
NOTAS
* Investigadora del CEIICH UNAM. Doctora en Ciencia Social con Especialidad en Sociología.
1 La percepción generalizada coincide en ello: fue un crimen de Estado; así rezaba una pinta en el zócalo de la Ciudad de México al término de la primera jornada global por Ayotzinapa.
2 Falta aún dilucidar cuál fue la verdadera participación del 27º batallón de infantería con sede en Iguala en estos punibles hechos.
3 No hay un recuento oficial de los saldos de la violencia. Las estimaciones varían, las más conservadoras calculan que -entre 2007, inicio de la guerra de Felipe Calderón (2006-2012) contra las drogas, y 2014, término del segundo año del mandato de Enrique Peña Nieto (2013-?)-, a nivel nacional se acumulan entre 150 mil y 170 muertos; 27 mil desaparecidos, más de 30 mil desplazados y un número incalculable de secuestrados y extorsionados por el crimen o por policías y agentes de la ley.
4 El peso decisivo de esta respuesta se hace patente cuando contrastamos las repercusiones que ha tenido la tragedia de Iguala con las versiones de otro secuestro masivo de jóvenes, que difundió la televisora francesa France 24 el miércoles 26 de noviembre y que fue retomado por la periodista Carmen Aristegui y el diario La Jornada. De acuerdo con el testimonio de la madre de una de las víctimas, 31 estudiantes de secundaria de Cocula habrían sido secuestrados a plena luz del día el 7 de julio de 2013 y permanecían desaparecidos (La Jornada, 27 de noviembre de 2014, p. 6). En este caso ni siquiera se hicieron públicos los hechos. El gobernador sustituto, Rogelio Ortega Martínez, admitió que los hechos habían ocurrido el 2 y 3 de julio del año pasado, pero que no hubo denuncia (La Jornada, 28 de noviembre de 2014, p. 18). Por su parte, el director de la secundaria calificó de mentira que el secuestro hubiera ocurrido. (La Jornada, 29 de noviembre de 2014, p. 10)
5 Oficialmente, fue aprehendido en Iztapalapa, D.F. y presentado junto con su cónyuge la madrugada del 4 de noviembre. Sin embargo, semanas antes habían surgido rumores de que la pareja ya había sido detenida en Veracruz; esta versión volvió a circular cuando el delegado de Iztapalapa cuestionó las evidencias presentadas en torno a la supuesta detención, argumentando que los Abarca habían sido “sembrados” en su demarcación con la intención política de desprestigiar al partido del sol azteca.
6 La familia Figueroa, por ejemplo, además de considerarse dueños del municipio de Huitzuco de donde son originarios, ha tenido a tres de sus miembros como gobernadores del estado. Tienen, además, una importante influencia en la Región Norte del estado, precisamente la región que ha saltado a la fama con los hechos de Iguala, formada por los municipios de: Apaxtla, Atenango del Río, Buenavista de Cuéllar, Cocula, Copalillo, Cuetzala del Prograso, General Canuto Neri, Huitzuco de los Figueroa, Iguala de la Independencia, Ixcateopan de Cuauhtémoc, Pedro Ascencio Alquisiras, Pilcaya, Taxco de Alarcón, Teloloapan, Tepecoacuilco de Trujano y Tetipac.
7 Vania Pigeonutt, “Cuando huir es la única opción”, Domingo, No. 94, El Universal, 20 de octubre de 2013, p. 38
8 Para un recuento de este conflicto, véase Estrada, 1994.
9 Véase el decálogo presentado por EPN para lograr la seguridad y la plenitud del Estado de derecho. La Jornada, 26 de noviembre de 2014.
10 Art. 39: “La soberanía nacional reside esencial y originariamente en el pueblo. Todo poder público dimana del pueblo y se instituye para beneficio de éste. El pueblo tiene, en todo tiempo, el inalienable derecho de alterar o modificar la forma de su gobierno”.
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