EL PELIGRO DE INFORMAR EN LA GUERRA
DEL NARCOTRÁFICO EN MÉXICO
Cierta vez, los reporteros de Michoacán fueron convocados a una reunión en Apatzingán por hombres que se dijeron representantes de empresarios, hoteleros y dueños de restaurantes que necesitaban difusión y publicidad. Decenas de periodistas acudieron a la cita en un restaurante; al poco tiempo de haber llegado se llevaron una sorpresa: esos individuos eran jefes de uno de los grupos del crimen organizado más importantes del país, los Caballeros Templarios.
Hombres armados impidieron que los reporteros salieran del lugar. Uno de los jefes les dijo que a partir de ese momento trabajarían para los Templarios y recibirían buenas gratificaciones so pena de morir. La idea era que cuando hubiese un enfrentamiento con el ejército o la policía federal, publicaran que el gobierno reprimía a la población, que nunca mencionaran en sus notas el nombre de la organización criminal y menos que dieran cuenta de las actividades que realizaban de siembra y transporte de droga, extorsiones, secuestros, ejecuciones y las fiestas que frecuentemente celebraban en las zonas controladas por ellos.
Con palabras duras y tono amenazante advirtieron a todos los reporteros que si no obedecían, habría consecuencias fatales para ellos y sus familias. Una vez que les dieron la nueva línea editorial por seguir a pie juntillas, les pidieron que ahí mismo eligieran a un representante, encargado de recibir el dinero y repartirlo a todos los demás conforme a la importancia del medio para el que trabajaban.
Una vez terminada la “junta editorial”, los hombres armados se retiraron; y los reporteros, turbados, aterrorizados, supieron que tenían nuevos “jefes de información”.
Esta historia es apenas una de tantas que ocurren en el periodismo mexicano, el cual en las primeras décadas del siglo xxi ha experimentado el embate del poder del crimen organizado convertido en gobierno y la guerra contra el narcotráfico declarada por el Ejecutivo federal en el país.
Hasta finales del siglo pasado, el mayor peligro para ciertos reporteros mexicanos era cubrir las actividades de los grupos guerrilleros, ya fuera en entrevistas sostenidas en casas de seguridad o en acciones de insurgencia efectuadas en las zonas montañosas de regiones donde tuviesen presencia o bases de apoyo.
Por ejemplo, en 1994, cuando apareció el Ejército Zapatista de Liberación Nacional en Chiapas, muchos reporteros enviados ahí apenas sabíamos que debíamos evitar quedarnos en medio de la refriega, identificarnos con credenciales y pintas de “Prensa” en los autos, viajar de día y en caravana e, incluso, colocar una bandera o trapo blanco en los vehículos para no ser objeto de agresiones de cualquiera de los bandos.
O cuando apareció el Ejército Popular Revolucionario e invitaba a una entrevista en alguna casa de seguridad, seguir las instrucciones de dar al contacto la clave precisa y acordada, viajar varias horas en taxi, autobús, Metro, trolebús, hasta subir en un auto particular que nos llevaría a ese inmueble o a la montaña donde se sostendría la entrevista por la noche para luego, de madrugada, ser llevado a un punto público sin despertar sospechas.
Pero ninguno de esos riesgos de estar en medio de una refriega entre el ejército y la guerrilla se compara ahora con los peligros, las amenazas, las presiones y las cooptaciones que afrontamos los reporteros que nos atrevemos a cubrir las historias producidas por una guerra no convencional como la presente hoy en varios puntos del país donde las organizaciones criminales son el poder real.
En 20 años, la labor de los reporteros mexicanos ha cambiado radicalmente. Ahora, quienes cubrimos la guerra contra el narcotráfico, con las consecuencias de miles de muertes y desapariciones, el desplazamiento forzado de pueblos enteros, las batallas entre los grupos criminales y los enfrentamientos con las fuerzas armadas y la policía, debemos adquirir nuevas formas de trabajo y de seguridad.
Somos una especie de corresponsales de guerra en nuestro país y, como tales, sufrimos las consecuencias: 120 muertos, 23 desaparecidos y decenas de desplazados.
El nuestro es uno de los países de mayor riesgo para el ejercicio del periodismo. Hay zonas que podrían considerarse las de mayor peligro: Tamaulipas, Veracruz, Guerrero, Michoacán, Chihuahua, Sinaloa, Coahuila, Durango, Morelos y estado de México, donde hay autocensura comprensible, pues los reporteros locales, radicados ahí, corren los mayores riesgos de vida, con la familia, a diferencia de los otros que viajan a realizar sus investigaciones y regresan a sus lugares de origen.
De acuerdo con un estudio realizado por Rogelio Flores, doctor en psicología de la Universidad Nacional Autónoma de México, muchos reporteros que cubrimos la violencia en los últimos años registramos un alto índice de estrés postraumático.
Pero lo impresionante del estudio, efectuado a escala nacional, es que algunos reporteros registraron estragos emocionales no de corresponsal de guerra, como se preveía, sino de combatiente de guerra, sobre todo quienes viven en las zonas más violentas y peligrosas. Esto se debe a que estos últimos reciben el efecto de la violencia en sus casas directamente y a toda hora, diario, con sus familias, amigos y conocidos.
La vulnerabilidad de los reporteros mexicanos en esta guerra no convencional —donde se enfrentan soldados, marinos, policías, narcos, autodefensas, escoltas, entre otros— no ha sido atendida por ninguna de las empresas de medios que mandan a sus trabajadores sin ninguna protección, y tampoco evitada por alguno de los manuales de seguridad creados por agencias internacionales de información o de organismos de defensa de periodistas.
Las medidas de seguridad adoptadas sobre la marcha por los propios comunicadores han funcionado de manera relativa. Se trata de provisiones simples; por ejemplo: no viajar de noche; nunca identificarse como periodistas en hoteles, restaurantes, tiendas y zócalos de las ciudades o comunidades controladas por los criminales; o evitar hablar como reporteros con botones, camareros, recepcionistas, policías, lustradores de zapatos, quienes pueden ser parte de la red de informantes del crimen organizado.
Una de las mejores medidas de protección ha sido elegir a un “monitor”, tal vez otro reportero, a quien informar cada determinado tiempo hacia dónde se viaja, dónde se hospeda, en qué autos se desplaza, para dar seguimiento a la distancia y advertir sobre cualquier anomalía o situación de riesgo.
Con toda esta experiencia y los nuevos aprendizajes, pese a que cubrimos una de las etapas más violentas y peligrosas de la historia contemporánea nacional, los periodistas mexicanos somos corresponsales de guerra y los historiadores del momento, los nuevos juglares que contamos las historias terribles de una guerra aparentemente interminable.