OLIGARQUÍA Y ESTADO EN EL MÉXICO DE HOY

El tránsito de México hacia el neoliberalismo en la década de 1980 significó no sólo la instauración de un nuevo patrón de acumulación de capital sino, también, cambios profundos en la estructura social y política, así como reacomodos en el “bloque en el poder”. Entiendo éste en el sentido que le da Poulantzas.

Este concepto de bloque en el poder indica (…) la unidad contradictoria particular de las clases o fracciones de clase dominantes en su relación con una forma particular del Estado capitalista (Poulantzas, 1986: 308).

De acuerdo con Poulantzas, quien sigue en esto a Gramsci, una de las fracciones que integran el “bloque en el poder” desempeña el papel hegemónico. “Puede, sin embargo, comprobarse que la función de hegemonía en el bloque en el poder y la función de hegemonía respecto de las clases dominadas se concentran por regla general en una misma clase o fracción. Ésta se erige en el lugar hegemónico del bloque en el poder, constituyéndose políticamente en clase o fracción hegemónica del conjunto de la sociedad” (Ibídem: 310).

En el caso de México, desde la década de 1960 y como consecuencia del intenso proceso de concentración y centralización de capital y de transnacionalización que experimentó la economía al final de la etapa del modelo de sustitución de importaciones, una reducida oligarquía financiera dominó la economía y se convirtió en la fracción hegemónica del bloque en el poder. Desde el gobierno de Manuel Ávila Camacho, pero principalmente desde el de Miguel Alemán (1946-1952), si bien se mantenía una estrategia desarrollista e industrializadora, se había abandonado el derrotero popular y nacionalista de la administración cardenista. El gobierno se abría a la inversión extranjera, mientras que el proceso de concentración del ingreso y de la riqueza, así como la dependencia de Estados Unidos, avanzaban aceleradamente.

En un importante libro de esa época (Aguilar y Carrión, 1975), Alonso Aguilar llegaba a la conclusión de que el núcleo del poder económico se concentraba en no más de un millar de familias. Su inmenso poder económico aseguraba su hegemonía en la definición de la política en el Estado.1 En 1975, las empresas industriales con más de 500 trabajadores (mil 800, nacionales, extranjeras o estatales) absorbían 30.7 por ciento del personal ocupado, 41.4 de la producción nacional y 41.3 de los activos fijos (Aguilar, Carmona, Guillén, y otros, 1989).

La oligarquía –afirmaba Aguilar– (está) formada por no más de un millar de influyentes mexicanos, de unos mil capitalistas del sector privado y del público que, en virtud de las posiciones que ocupan tanto en el proceso económico como en la estructura del poder, constituyen el núcleo que controla el grueso de la riqueza e influye decisivamente en la vida económica y política de la nación (Aguilar y Carrión, obra citada: 112).

El proceso de concentración y centralización del capital que convirtió la oligarquía financiera en la fracción hegemónica del bloque en el poder se apoyó decisivamente en el desarrollo de la banca, por aquel entonces en manos de capitalistas mexicanos. Los banqueros de la época (los Espinosa Yglesias, los Legorreta, los Bailleres, los Garza Lagüera) no sólo eran dueños de los activos de los bancos sino propietarios o socios de firmas industriales, mineras o comerciales. A su vez, los dueños de los grandes grupos industriales eran miembros prominentes de los consejos de administración de los bancos. Los bancos fueron además un eslabón fundamental en la transnacionalización de la economía mexicana, pues vincularon al gobierno mexicano y las corporaciones con la banca transnacional. Por intermedio de los bancos mexicanos, ambos entraron de lleno en el endeudamiento internacional impulsado por los bancos transncionales que operaban en el mercado del eurodólar.

El modelo neoliberal que enraizó en México al calor de la crisis de la deuda externa de 1982 no significó sólo una modificación de la estructura económica del país, sino que implicó una recomposición de las clases sociales, tanto de la dominante como de las subordinadas; en particular, introdujo modificaciones importantes en la configuración de la propia oligarquía financiera. El Consenso de Washington implicó en el terreno político una alianza estrecha entre el capital mopolista-financiero de los centros y las elites internas de la periferia, con objeto de desplegar la globalización neoliberal. En la década de 1980, varios de los grandes grupos económicos mexicanos y las empresas transnacionales que operaban en el país –fundamentalmente para el mercado interno– lograron reconvertir sus empresas y orientarlas hacia el mercado externo. Otros grupos y empresas medianas y pequeñas fracasaron en este proceso de reestructuración y quedaron ancladas a un menguado mercado interno.

Nuevos segmentos de la oligarquía vinculados al sistema financiero paralelo promovido durante el régimen de Miguel de la Madrid emergieron y se instalaron en la cúspide del poder. El proceso de privatización de empresas estatales y paraestatales –acumulación por desposesión, como lo llama D. Harvey (2003), impulsado de manera significativa durante la administración de Carlos Salinas de Gortari (1988-1994)– favoreció el proceso de recomposición de la oligarquía mexicana. La “nueva oligarquía” se insertó principalmente en la banca, las telecomunicaciones y los medios de comunicación masiva. Nuevos jerarcas (Carlos Slim, Roberto Hernández, Alfredo Harp Helú, Ricardo Salinas Pliego, Germán Larrea y González Barrera, entre otros) se incorporaron a la lista de los superpoderosos.

La fracción hegemónica en el poder en México está integrada por los dueños de los grandes grupos monopolistas nativos con intereses entrelazados en la minería, los agronegocios, la industria, el comercio, las finanzas y los servicios; por los propietarios de los medios de comunicación masiva en la televisión, la radio y los grandes diarios nacionales y regionales; y por los altos jerarcas de las Iglesias y el Ejército; y también, por qué no decirlo, por los grandes capos del narcotráfico. Y sin duda, crecientemente también por miembros de la cúpula política, entre quienes destacan los altos funcionarios vinculados a la esfera financiera. Sigue siendo válida la frase de Carlos Monsiváis de que los políticos del sexenio presente se convierten en la iniciativa privada del sexenio siguiente. Y cada vez ocurre más lo opuesto. Las empresas y los bancos transnacionales no son parte integrante, en sentido estricto, de la clase dominante; sin embargo, sus intereses en México son representados por la oligarquía interna, su socia menor o gestora.

La concentración del ingreso es un problema ancestral de México y de América Latina desde los tiempos de la Colonia. Con el neoliberalismo, este proceso de concentración del ingreso y de la riqueza se acentuó como nunca antes, igual que en el resto de los países insertados en la globalización. El MN ha sido una fábrica de pobres en la base de la pirámide y de ultrarricos en la cima. En verdad, los realmente ricos no pasan de ser 1 por ciento de la población, y dentro de éstos quizás en el 0.1 por ciento más rico se halla la oligarquía, la verdadera dueña del poder económico y la que ejerce su dominio sobre el conjunto del “bloque del poder” y el poder político estatal en México.

No es un accidente de la historia sino una derivación necesaria del modo de operar del neoliberalismo que mientras el país se estancaba y la pobreza se extendía, el número de multimillonarios mexicanos enumerados en la revista Forbes se robustecía: en 2009 incluía a nueve de ellos entre la lista de multimillonarios del mundo; en 2016, pese a que la economía se ha mantenido estancada, siguen apareciendo nueve. Ellos son Carlos Slim (Grupo Carso, América Móvil, Telmex, Frisco), Germán Larrea (Grupo México, la minera más importante) Alberto Bailleres (Grupo Peñoles, El Palacio de Hierro, ITAM), Emilio Azcárraga Jean (Televisa), María Asunción Aramburuzaba (ex propietaria de Grupo Modelo, bienes raíces), Familia Garza Lagüera (femsa, Coca Cola), familia Chedraui (ventas al menudeo), Ricardo Salinas Pliego (tv Azteca, Elektra), Jerónimo Arango (Wal-Mart). Como se observa, varios de la lista forman parte de la “nueva oligarquía” encumbrada durante la administraciones neoliberales, a través de los procesos de privatización y su relación “carnal” con el poder político, mientras que el resto son familias de la “vieja oligarquía” con varias décadas de situarse en la cima.

Algunos miembros de la oligarquía, como Slim, Larrea, Bailleres y Azcárraga, tienen una base de acumulación propia, mientras que personajes como Roberto Hernández, Harp Helú y Arango se han vuelto fundamentalmente rentistas. Casi todos los miembros de la oligarquía operan entidades financieras (bancos, afore…) u obtienen una importante proporción de sus ganancias en los mercados financieros En 2008 apareció también en la lista de Forbes el narcotraficante Joaquín Guzmán Loera, alias El Chapo, líder del cártel de Sinaloa, para dejar constancia de la recomposición del bloque en el poder, de la importancia del narcotráfico en la economía mexicana y de los avances del país en la erección de un narco-Estado.

Son pocos los estudios sobre la riqueza concentrada en manos de la oligarquía mexicana, por lo que resulta complicado calcular su peso económico. En un interesante estudio patrocinado por el Banco Mundial (Guerrero, López Calva y Walton, 2006: 6-9) estiman que los multimillonarios del país enumerados por Forbes acumulan una riqueza equivalente a entre 5 y 6 por ciento del producto interno bruto (PIB) y tienen “un ingreso potencial de casi 400 veces el ingreso de 0.1 por ciento de la población de ingresos más altos, y casi 14 mil veces el del promedio de la población”. Según otra estimación, “las 20 familias más acaudaladas del país concentran una proporción superior a 10 por ciento del PIB, y más de la mitad del vaslor accionario de la Bolsa Mexicana” (Zepeda Patterson, 2016: 9).

A la par de la acentuación de la concentración del ingreso en manos de una minúscula aunque cambiante oligarquía, se aceleró el proceso de transnacionalización de la economía y de integración al sistema productivo estadounidense, proceso favorecido por la entrada en vigor del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN). La ulterior integración en la Alianza para la Seguridad y Prosperidad de América del Norte provocó la subordinación de los gobiernos canadiense y mexicano a la política de seguridad antiterrorista de Washington, marco donde nació la Iniciativa Mérida.

Con el neoliberalismo se registró un ascenso vertiginoso de las actividades del narcotráfico y el crimen organizado. La desregulación y la apertura externa facilitaron sus tareas nacionales e internacionales. Tampoco es que antes no hubiera narco, pero no tenía los alcances de ahora. Bajo el neoliberalismo, el narcotráfico creció y se transformó en un negocio transnacional. México se convirtió en uno de sus centros mundiales. De intermediarios de los cárteles colombianos, los narcos locales desplazaron a éstos como los principales productores e introductores de droga en los mercados estadounidense y europeo.

Hay razones para suponer, en contra de lo que postulan los medios oficiales, que el crimen organizado no es un poder externo que acecha desde fuera al poder político y lo infiltra. Los lazos entre crimen organizado, empresariado y Estado son desde hace varios años una estructura orgánica, como revelan con todo su dramatismo los acontecimientos de Ayotzinapa, Michoacán, Tamaulipas, Veracruz o Coahuila. Hay una ensambladura entre los intereses del narco, de los capitalistas privados y los distintos segmentos del aparato estatal. En otras palabras, el crimen organizado opera en las sociedades civil y política. Los capos son grandes empresarios transnacionales que operan con una lógica capitalista y necesitan el sistema financiero –un baluarte central del poder oligárquico– parar lavar sus ingresos. No se quiere decir con esto que todos los empresarios son narcos, o que todos los políticos o los miembros de los partidos políticos pertenecen al crimen organizado, sino que la imbricación de intereses entre los segmentos del poder económico y político (incluidos los del narco) tiene un carácter estructural, por lo cual el concepto narco-Estado si bien a veces se sobredimensiona o caricaturiza, apunta a un elemento visible de la realidad mexicana y explica en buena medida la magnitud del desastre nacional, con todas sus lacras: corrupción desmedida, impunidad, descomposición del tejido social y represión crónica.

En suma, la oligarquía y el Estado mexicanos son instancias con dependencia creciente de Estados Unidos. La primera es crecientemente una oligarquía rentista, con una base de acumulación de capital cada vez más débil, que actúa en gran medida como gestora de los intereses transnacionales e imperiales. Y el Estado, que había mantenido cierta autonomía hasta el ascenso del neoliberalismo, selló la sumisión al vecino del norte desde la firma del tlcan.

La oligarquía es sin duda el principal enemigo del pueblo mexicano. Cualquier gobierno del cambio que llegare al gobierno, tendrá que lidiar con ella para construir un proyecto nacional y popular de desarrollo.

Como muestran los casos recientes de Brasil y Argentina, no basta alejarse del Consenso de Washington y aliarse con algún segmento de la oligarquía supuestamente favorable al cambio económico y social: lo fundamental estribaría en construir espacios crecientes de poder popular para alcanzar una nueva hegemonía política, popular y nacional.


1 Cuando nos referimos a la oligarquía financiera es necesario diferenciarla de la terrateniente, la fracción hegemónica en la etapa del modelo primario-exportador. Si bien esta última sigue siendo una fracción importante del bloque en el poder en las sociedades latinoamericanas, su naturaleza ha cambiado esencialmente. Los grandes negocios del agro no son un estanco de la fracción hegemónica sino que se encuentran entrelazados y amalgamados con los grandes capitales de la industria, el comercio y las finanzas.

Referencias bibliográficas

Aguilar, Alonso; y Jorge Carrión (1975). La burguesía, la oligarquía y el Estado. México, Nuestro Tiempo, tercera edición.

Aguilar Alonso, Fernando; Carmona, Arturo Guillén; y otros (1989). La nacionalización de la banca, la crisis y los monopolios. México, Nuestro Tiempo, cuarta edición.

Guerrero I., L.F. López-Calva y M. Walton (2006). La trampa de la desigualdad y su vínculo con el bajo crecimiento en México. Washington, Banco Mundial. http://www.elpoderdelaetica.org/spip/IMG/pdf/walton-espanol-24-11-2.pdf

Harvey, David (2003). The new imperialism. Oxford, Oxford University Press.

Zepeda Patterson, Jorge (2016). Los amos de México. México, Editorial Planeta Mexicana.

Poulantzas, Nico (1986). Poder político y clases sociales en el Estado capitalista. México, Siglo XXI Editores, vigésima tercera edición.