No nos basta condenar la realidad, queremos transformarla. Tal vez esto nos obligue a reducir nuestro ideal; pero nos enseñará, en todo caso, el único modo de realizarlo.
José Carlos Mariátegui
Lo bueno de las utopías es que son realizables.
Julio Cortázar
México ya cambió. Aún no arranca formalmente el nuevo gobierno y después habrá que esperar los resultados de su gestión; sin embargo, el 1 de julio México giró sobre su eje. Y esto ocurrió no porque la administración de Peña fuera desastrosa, porque el sistema político estuviese agotado, porque la oligarquía se dividiera, porque la estrategia electoral de las derechas fuera equivocada o porque al final no se decidiesen a operar el fraude… Esto ocurrió sobre todo porque millones de mexicanos trabajamos para que ocurriera, una historia multitudinaria cuyo mayor protagonista es López Obrador y que en otro momento habrá que contar.
Desde el punto de vista de las subjetividades, tras estas elecciones el país es otro porque hoy sabemos que cuando menos 30 millones de compatriotas están expresamente por el cambio, contundente y decidido pero moderado y paulatino que ofrece el gobierno de López Obrador.
Y esto hay que leerlo como una revolución comicial que, como se vio con la vía de acceso al poder de los gobiernos progresistas en el cono sur del continente, es el nuevo tipo de revolución que nos trajo el siglo XXI. Se trata de un vuelco cuya dialéctica, a veces regresiva y siempre sinuosa, no acaban de asimilar quienes siguen pensando en el lineal modelo leninista de las dictaduras revolucionarias del siglo XX: voy derecho y no me quito.
En cuanto a México, por vez primera en décadas el año que entra tendremos un gobierno legítimo y de izquierda, de la izquierda reformadora por la que votó más de la mitad de los que sufragaron, de la izquierda posibilista que escogió en las urnas el México profundo realmente existente.
Cambiar la dramaturgia
Se vale seguir trabajando por una transformación más radical de las estructuras socioeconómicas. Y algunos tercos sin duda lo haremos, pues las convicciones profundas van más allá de la coyuntura. Lo que no se vale es olvidar que el país ya cambió: hay nuevos protagonistas, el escenario es otro y otra debe ser la dramaturgia y otro el papel de todos y cada uno de los actores (aunque, por lo visto, a algunos cuesta trabajo poner al día su caracterización, pues ya se habían aprendido los viejos parlamentos).
México cambió, y seguir siendo de oposición del mismo modo en que lo éramos –así nomás, como si nada, porque uno es anticapitalista y el gobierno electo no– conduce al doctrinarismo autocomplaciente, a la etérea y descontextualizada política testimonial, a la impotente vacuidad.
Podemos, por ejemplo, simpatizar con Marichuy y con la causa indígena como la esgrime el Ejército Zapatista de Liberación Nacional, pero no dar la espalda al hecho de que el 1 de julio el pueblo votó y lo hizo masivamente por el Peje. No porque la gente está harta, porque es ingenua y mesiánica o porque en el fondo es anticapitalista aunque no se ha dado cuenta. Los mexicanos fuimos a las urnas en riadas ciudadanas por la esperanza fundada que López Obrador y Morena representan. Entonces, si de verdad estamos con la gente y no sólo con ciertas ideas, esta definición multitudinaria debe ser el referente inmediato y principal de nuestra acción.
No todos reaccionan así. Uno habla con amigos de izquierda y se encuentra con que muchos que habían pronosticado el fraude, ahora que no lo hubo esperan ansiosos la feroz ofensiva de la derecha. Esa carga providencial les permitirá seguir haciendo lo que han hecho siempre y saben hacer: defenderse con valentía y resistir a la reacción. Sin darse cuenta cabal de que ciertamente vendrá la respuesta dura de los conservadores, pero ahora son ellos los que están a la defensiva, y nuestro trabajo principal será seguir avanzando de manera decidida en la transformación, sin preocuparnos demasiado por los que griten a nuestro paso e intenten zancadillearnos.
Otros amigos, también zurdos, están a la caza de las decisiones erróneas o simplemente dudosas del futuro gobierno, pues tales “desviaciones” en el fondo los alegran: les permiten seguir ejerciendo de críticos-críticos, de agoreros del fracaso: “Ya ven. Se los dije…”
Y es que no les cae el veinte. Ni unos ni otros –generalmente los mismos– quieren darse cuenta de que el 1 de julio ganamos y que sin dejar de resistir a la previsible ofensiva de la contra y de criticar las inevitables torpezas del próximo gobierno, en los nuevos tiempos nuestra tarea central es construir, abrir camino, marchar por rumbos inéditos… Y si en esa marcha de vez en cuando tropezamos o nos caemos, pues ya estaría de Dios.
Saber ser hegemónicos
Conforme se fue gestando el tsunami comicial de julio, el histórico movimiento por el cambio pasó de estar a la defensiva a la ofensiva, de ser contrahegemónico a hegemónico. En consecuencia, hay que transitar del énfasis en la resistencia al énfasis en la construcción, de parar los golpes de gobiernos ilegítimos, antipopulares, vendepatrias y corruptos a edificar el país que queremos junto con el nuevo gobierno.
En los tiempos del PRIAN era legítimo y pertinente amacharse en el puro “no”, pues ciertamente con los tecnócratas matizar era claudicar. No al TLCAN, no a la minería tóxica, no a las grandes represas, no a todos los megaproyectos… eran fórmulas correctas. Y hoy en cierto modo siguen siéndolo. Pero ya no bastan: el 1 de julio elegimos un gobierno expresa y exigiblemente comprometido con el país, la defensa de las comunidades y el cuidado del ambiente. Y esto –repito– hace la diferencia.
Ahora, la cuestión es cómo –sin chaquetear ni bajar la guardia– empezamos a materializar aquí y ahora este compromiso con el país, las comunidades y la naturaleza. Pero teniendo siempre en cuenta las condiciones objetivas, la correlación de fuerzas, la viabilidad de lo que nos proponemos… Porque, en adelante, que los planes de gobernantes y gobernados tengan éxito es también nuestra responsabilidad.
El Frente de Pueblos en Defensa de la Tierra (FPDT), por ejemplo, puede y debe seguir diciendo “no” al nuevo aeropuerto de la Ciudad de México, como lo ha venido haciendo en las semanas recientes. Pero ahora, más enfáticamente que antes, este rechazo va acompañado por una visión de desarrollo socio-ambiental para la cuenca Texcoco-Atenco que no sólo detendría la ominosa megalópolis detonada por el aeropuerto, imaginada ahí por Slim y sus congéneres, sino que restauraría la vida campesina y comunitaria de la región.
A la recuperación de una zona hoy degradada no puede negarse un gobierno federal como el de López Obrador, que apuesta expresamente por la agricultura, los campesinos y la naturaleza. Y que también incumbe al nuevo gobierno de la Ciudad de México, encabezado por Claudia Sheinbaum Pardo, pues los planes de los especuladores inmobiliarios arrasarían no sólo con el entorno del presunto aeropuerto sino, también, con la cuenca entera, haciendo imparable el deterioro de toda la conurbación metropolitana. En cambio, la restauración socio-ambiental y campesina que proponen el FPDT y sus aliados sería el modelo a seguir en el resto de la cuenca y en particular en los pueblos del sur. Protesta con propuesta, pues.
En cambio, exigir al nuevo gobierno “cancelar… todas las concesiones mineras… de forma inmediata”, como reclama en un reciente comunicado la plausible y aguerrida convergencia de resistencias territoriales que es la Red Mexicana de Afectados por la Minería, y demandarlo perentoriamente aun sabiendo –porque resulta obvio– que ni éste ni ningún otro gobierno puede hacerlo así nomás, supone repetir una retórica que quizá sirvió con el viejo régimen, pero que sería mejor empezar a cambiar.
Detener, sancionar y reparar las bárbaras afectaciones socio-ambientales de la megaminería, no entregar nuevas concesiones y revisar la legalidad de las existentes son demandas justas que el nuevo gobierno puede y debe cumplir. En cambio, emplazarlo a que acabe de un plumazo con toda la minería, pues “no hay tiempo para matices (y) esperamos contundencia”, es marginarse de la realidad en nombre de una identidad política que de esta manera corre el riesgo de petrificarse.
No digo que dejemos de criticar ni que renunciemos a exigir: propongo, sí, que habiendo hecho el milagro, habiendo logrado lo imposible el 1 de julio, seamos ahora utópicos exigiendo lo posible… y trabajando juntos por ello.
Posneoliberal
El vuelco del 1 de julio promete muchas cosas; entre otras, que no se repitan Ayotzinapa, Tlatlaya, Nochixtlán…, lo que ya sería bastante. Ahora bien, en cuanto al curso socioeconómico, la tarea central estriba en escapar del torrente neoliberal a que nos empujaron hace 35 años y que nos arrastra al abismo.
No tiene caso hacer aquí el recuento pormenorizado de los daños; baste decir que de un crecimiento del producto interno bruto per cápita, que tras la Segunda Guerra Mundial se había movido en torno a 7 por ciento anual y –aun en el declive– con Luis Echeverría había llegado a 3.1 y con José López Portillo a 4.3, pasamos durante la primera administración tecnocrática, la de Miguel de la Madrid, a un decrecimiento de casi 1 por ciento, mientras que de Carlos Salinas a Peña Nieto en ningún sexenio el incremento llega a 2, y para el conjunto el promedio es 1 por ciento. Así las cosas, desde la firma del Tratado de Libre Comercio de América del Norte, la salida de mexicanos a EU se vuelve estampida: un promedio anual de 500 mil; mientras, la importación de alimentos se intensifica hasta llegar a 50 por ciento de lo que consumimos. Y luego el narco y la guerra contra él. Un desastre.
Ante esto, lo insoslayable, lo urgente es no tanto cambiar el modo de producción –lo cual, sin embargo, sigue en la agenda– sino modificar ya el modo de conducción. Pasar de gobiernos omisos, desafanados y corruptos cuyo activismo se redujo a tomar las medidas (apertura comercial, desregulación económica, desmantelamiento de las instituciones de fomento…) que les permitieran desembarazarse de su responsabilidad constitucional con la soberanía y la planeación democrática del desarrollo a un gobierno probo, activo y enérgico que en lo externo defienda los intereses nacionales y en lo interno impulse el crecimiento sostenible y la distribución equitativa del ingreso. En breve: un gobierno posneoliberal.
Ahora bien, casi cuatro décadas de chatos librecambistas en el poder transformaron de manera profunda el país, de modo que hoy la razón neoliberal impregna todas nuestras instituciones: se modificaron en esa perspectiva la Constitución y otras leyes, además de que se adecuaron a ella los aparatos del Estado, sus instancias, sus políticas y sus reglas de operación; pero también se reconfiguró la estructura de nuestra economía hoy muy extranjerizada (aunque no extractivista y primario exportadora –como dicen los que repiten fórmulas de moda– sino básicamente maquiladora, lo que es peor, pues lo que sacrificamos en aras del gran capital transnacional no son tanto riquezas naturales como plusvalía: el sudor y la sangre de nuestros sobreexplotados trabajadores).
El neoliberalismo estructural que hoy forma nuestras instituciones y economía tendrá que ser desmontado paulatina y progresivamente, pues las leyes no se cambian por decreto, los aparatos de Estado son resistentes a las mudanzas y el sistema productivo responde a intereses poderosos insoslayables y está sujeto a las inercias del mercado. El enfoque, en cambio, es asunto de voluntad, una decisión política que se puede –y debe– tomar ya. De hecho ya se tomó.
Reponer el paradigma
Lo que hay que cambiar sin dilación es el paradigma; sustituir de inmediato los supuestos básicos del neoliberalismo por los principios, conceptos y valores que en adelante deberán guiar los trabajos de gobierno y sociedad. Ello supone un nuevo modo de ver las cosas y proyectar el futuro, un modelo opuesto al neoliberal, que puede leerse en los 50 objetivos del Proyecto de Nación 2018-1024, de los cuales la mitad reviste carácter económico.
Resumo la propuesta en seis conceptos contrastantes con el dogma librecambista:
Primero los pobres (objetivos 3, 38, 39, 41, 42), concretado en redistribución progresiva del ingreso mediante aumento del salario mínimo y las remuneraciones de los trabajadores de base al servicio del Estado, pero también la cobertura universal de los servicios básicos, el apoyo de las madres solteras, los jóvenes, los ancianos… Para el neoliberalismo, en cambio, primero van los ricos, pues –dicen– si se crea y acumula riqueza, ésta gotea y llega a los de abajo.
Primero el sur (objetivos 17, 19, 21), concretado en programas de desarrollo para la región, en el rescate del campo y su economía, y en el proyecto de sembrar 1 millón de hectáreas con árboles frutales y otros maderables. Para el neoliberalismo, en cambio, primero va el norte –volcado hacia EU–, pues el desarrollo lo guían el mercado y las ventajas comparativas.
Soberanía alimentaria (objetivos 19, 20, 21, 22), concretado en políticas de rescate del campo privilegiando la producción agrícola, ganadera y pesquera, y favoreciendo las prácticas agroecológicas. Para el neoliberalismo, el país no tiene vocación cerealera, de modo que es más rentable importar granos básicos que producirlos.
Soberanía energética (objetivos 4, 23, 24, 25), concretado en reversión o cuando menos revisión de los contratos derivados de las reformas estructurales, rehabilitación y construcción de refinerías, impulso de las hidroeléctricas Para el neoliberalismo, lo más conveniente radica en privatizar las paraestatales del ramo e integrarnos a la estrategia energética estadounidense exportando petróleo e importando combustibles.
Soberanía laboral (objetivos 17, 21, 28, 29, 30), concretado en cumplir la obligación constitucional de generar empleos estables y remunerativos mediante el apoyo de la pequeña y mediana empresas y a través de programas regionales que retengan población local que, de otra manera, migra, entre ellos el millón de hectáreas reforestadas y las obras de infraestructura. Para el neoliberalismo, el desempleo que propicia bajos salarios nos hace competitivos, y exportar campesinos al tiempo que se importan alimentos representa un buen negocio para el país.
Recuperar el Estado como motor del desarrollo (objetivos 1, 13, 35), concretado en erradicar la corrupción, la simulación y el dispendio, para –así saneadas– restituir a las instituciones públicas su función constitucional de impulsar el crecimiento, garantizando que éste sea integral, incluyente, justo y sustentable. Para el neoliberalismo, el Estado debe ser mínimo y estar al servicio del mercado y sus usuarios corporativos, lo cual incluye la prevaricación como palanca privilegiada de acumulación.
Reconstruir el Estado, regenerar a la sociedad
La tarea inmediata de los integrantes del nuevo gobierno es emprender la regeneración del Estado mexicano, hoy postrado; y la de los demás, emprender la regeneración de la sociedad mexicana, hoy desguazada. Porque sin instituciones públicas saneadas, vigorosas y orientadas al bien común, no habrá cambio justiciero; pero tampoco lo habrá sin una nueva, animosa y creativa organicidad social.
La cleptotecnocracia, que emporcó y carcomió al Estado mexicano, también desgarró y despedazó nuestro tejido social. Desde el decenio de 1920, la “revolución hecha gobierno” había fomentado el clientelismo y el corporativismo, pero en las décadas neoliberales se desfondó lo poco habido de organización gremial válida.
Salvo excepciones como el sindicato minero, en el mundo del trabajo asalariado no hay organismos gremiales democráticos y combativos sino contratos de protección; en el campo, los pueblos aún defienden heroicamente sus territorios, pero el ejido fue en gran medida desmantelado y las organizaciones económicas de productores subsistentes, con tal de conservar su membresía, se han visto reducidas a “bajar recursos” de los programas públicos; la mayor parte de las agrupaciones de colonos urbanos devino cacicazgo; en nombre de los comerciantes y empresarios pequeños hablan por lo general las cúpulas corporativas; no hay organizaciones representativas de estudiantes, de profesionales, de mujeres…
Hay resistencias, sí. Ahí está la coordinadora de los maestros democráticos; ahí están las redes que enlazan a quienes se oponen a los megaproyectos; ahí están las comunidades que aún se articulan en el Congreso Nacional Indígena; ahí están las indoblegables organizaciones de víctimas; ahí están las asociaciones civiles defensoras de derechos… Poco muy poco para lo que es el país. Casi nada, en verdad, para lo que demanda la regeneración de México.
Entonces, lo urgente es organizar. Organizar ya no sólo para resistir sino para construir, resolver juntos pequeños o grandes problemas, hacer frente a los retos con ayuda del gobierno o sin ella. Porque, viéndolo bien, si nos decidiéramos muchos de los males que hoy nos aquejan podríamos remediarlos sin más recurso que la solidaridad y la organización.
¿El regreso de ogro filantrópico?
Ahora que tendremos un buen gobierno es el momento de dejar de ser gobiernistas, dejar de esperar que las soluciones vengan siempre de arriba, dejar de organizarnos sólo o principalmente para reclamar, demandar, exigir…
Ahora que vamos a tener un gobierno que nos apoyará en vez de hostilizarnos y bloquearnos, hay que dejar atrás el síndrome del “ogro filantrópico”, un endiosado leviatán que, con la virgen de Guadalupe, debía remediar todos nuestros males.
Del nuevo gobierno esperamos muchas cosas; entre otras, aquellas a que se comprometió durante la campaña. Pero esperamos, sobre todo, que esté dispuesto a escucharnos y trabajar con nosotros, con el pueblo organizado. Que esté dispuesto a convocar y movilizar no únicamente sus recursos institucionales y presupuestales –siempre insuficientes– sino, también, la enorme creatividad y energía social hoy aletargadas. Algo de esto hizo el gobierno del general Cárdenas. Y le salió bien.
Sin gremios estructurados, sin sindicatos y uniones campesinas, sin organizaciones locales, regionales y sectoriales, sin convergencias plurales y deliberativas, sin empresas asociativas de producción y servicios… no habrá cambio verdadero. Porque a la sociedad no la organizan el mercado ni el Estado: se organiza sola. Y sin frentes, alianzas, uniones, federaciones, redes, asociaciones civiles, consejos, comités y toda clase de colectivos grandes y pequeños, haga lo que haga el nuevo gobierno no veremos la luz.
En cuanto a la organización rural, la que mejor conozco, vislumbro un cambio de terreno, una reorientación estratégica consecuente con que el 1 de julio el país entero cambió, lo cual exige pasar de la defensiva a la ofensiva mudando prioridades, formas de articulación, formas de lucha…
Paradójicamente, hace 35 años, en el arranque del neoliberalismo, la organicidad campesina mexicana dio un salto adelante. En una suerte de “bono de marcha” o cena de lujo para el condenado a muerte, con la complacencia y los dineros del gobierno de Carlos Salinas e impulsados por quienes se tomaron en serio aquello de que había llegado la hora de la “mayoría de edad” y de la “apropiación del proceso productivo”, en el decenio de 1990 surgieron millares de agrupamientos rurales de distintos niveles: uniones de ejidos, comercializadoras, financieras, fondos de aseguramiento, asociaciones regionales de interés colectivo, sistemas comunitarios de abasto, empresas en solidaridad, simples comités comunitarios, y –pasando del viejo modelo centralista al de redes– surgieron también coordinadoras nacionales, unas multiactivas y otras sectoriales: café, granos básicos, bosques, finanzas sociales… que reivindicaban la autonomía en la gestión.
Lamentablemente, los tecnócratas ofrecían no la esperada mayoría de edad campesina sino el acta de defunción de unos pequeños productores que en la perspectiva neoliberal debían desaparecer. Y dejados a su suerte en medio de un mercado desregulado poblado de tiburones corporativos, casi todos los proyectos quebraron y la mayor parte de las organizaciones –no todas– se desfondó.
¿Lecciones?
La primera es que la organización rural inducida desde arriba y por decreto es flor de un día y que sin políticas públicas favorables al campo y sustentadas en proyectos de desarrollo construidos participativamente, la inyección al agro de recursos gubernamentales, además de estéril, es una fruta envenenada.
La segunda estriba en que los procesos de organización agraria pueden ser rápidos y hasta explosivos si las políticas públicas generan expectativas, pero sobre todo si se apoyan en la iniciativa, la creatividad y la energía social de los campesinos.
La tercera consiste en que la autonomía política y la autogestión económica y social son principios insoslayables de las organizaciones rurales, particularmente en el país del “ogro filantrópico”.
Que el campo puede reactivarse organizadamente quedó claro en los últimos meses, cuando un centenar agrupaciones rurales, en su mayoría reducida a la gestión poquitera de recursos y a la desgastante resistencia, construyeron conjuntamente un proyecto de salvación del campo y armaron una amplia convergencia: el Movimiento Campesino Plan de Ayala Siglo XXI, que pactó con López Obrador el apoyo a su candidatura si éste asumía su programa agrario.
El pacto se firmó, y las organizaciones se coordinaron regionalmente para formar comités en pro de AMLO que llamaron a sufragar, cuidaron casillas y vigilaron el recuento de los votos. Miles en el agro se activaron, y en alguna medida su esfuerzo ayudó a que esta vez el voto verde fuera abrumadoramente para López Obrador y no, con en el pasado, para los candidatos del PRI.
El movimiento persiste y se ha seguido reuniendo regionalmente. Pero hoy la tarea es otra y más difícil. Ya no se trata de ayudar a ganar una elección ni de regresar a la gestión de recursos en espera de que ahora los flamantes obradoristas tengan derecho de picaporte con los funcionarios y la derrama sea más generosa, pues apoyaron electoralmente al nuevo gobierno. Se trata de reorientar las estrategias campesinas hacia planes de organización y desarrollo productivo integrales, ambiciosos y en verdad visionarios, que en vez de consumir improductivamente los recursos sociales y públicos, los multipliquen…
Un nuevo príncipe
Gobierno de cambio y renovada organización social son indispensables para rescatar de la decadencia a la nación. Pero no bastan: faltan también partidos, organismos políticos que medien entre los intereses particulares de la sociedad organizada gremialmente y la perspectiva general y nacional que corresponde al gobierno. Porque las prioridades de los gremios y las del gobierno son de distinto orden: los primeros gestionan cuestiones parciales; y el segundo, el conjunto de la nación. Y cuando no hay mediaciones políticas entre Estado y sociedad, la confrontación es mutuamente desgastante: una dialéctica de reclamos-concesiones cuyo balance depende de la siempre cambiante correlación de fuerzas y que sin remedio propicia reflejos clientelares (“maicear” para controlar) y corporativos (hacer política de manera directa desde los gremios).
La mediación entre el Estado y la sociedad organizada por sectores son los partidos que, insertos en la organización y las luchas parciales y locales, tienen también un proyecto de país, una visión nacional y estratégica que les permite fusionar lo particular y lo general. Su ámbito natural es el Poder Legislativo, pero ciertamente no es el único.
Y si en México hay que refundar el Estado colapsado y reorganizar a la sociedad deshilvanada, de plano hay que inventar a los partidos, pues los viejos institutos desde hace rato no lo eran y, además, después del 1 de julio entraron en crisis. Alguno quizá terminal.
Está Morena, claro, un portentoso organismo ciudadano que en menos de 4 años acabaló más de 2.5 millones de militantes y ganó de calle la elección. Pero aunque se llame partido-movimiento, hoy Morena es un partido electoral y no de lucha social. Y si bien en el próximo Congreso posiblemente se acordará dar continuidad a los mandos, sin duda el organismo ha entrado en terrenos inciertos. Por una parte está el hecho de que muchos de sus cuadros se están volcando a la función pública, pero lo más desafiante es que Morena tiene que redefinir su papel y encontrar su lugar en el nuevo escenario.
Pienso que tras las elecciones, el lugar de Morena es –ahora sí– volverse movimiento sin dejar de ser partido. Incorporarse decididamente a la lucha social, no para jalar votos ni vigilar desde abajo que el gobierno no se desvíe, sino ayudando a las ingentes tareas de organización, movilización y también vigilancia crítica que supone el cambio de ruta. Porque en la perspectiva de su política sindical, campesina, estudiantil… los partidos pueden y deben participar en los gremios, lo cual les permite ser mediadores entre la sociedad y el Estado.
¿Podrá Morena? Si en menos de cuatro años pudo construirse como maquinaria electoral y ganar las elecciones de julio, creo que también podrá con el nuevo desafío. Pero ahora tendrá que ser sin López Obrador. Y ello resulta muy bueno.
Indispensable para la regeneración, no de la Italia del siglo XVI sino del México del siglo XXI, nuestro “príncipe nuevo” comenzó a surgir hace unos 15 años. Primero fue maquiavelano: un líder carismático como demandaba la estrategia electoral. Pero ahora que aquel príncipe gobierna, el nuevo príncipe deberá ser estrictamente gramsciano: una instancia colectiva de nuevo tipo a la vez parlamentaria y extraparlamentaria: un partido movimiento… Habrá que verlo.