Si hay fidelidad sin discusión,
las cosas no marchan.
Jean-Paul Sartre
I
Para empezar recordemos algunos datos básicos: durante el modelo neoliberal, la tasa media de crecimiento del producto interno bruto (PIB) fue de 2.2 por ciento anual (el PIB per cápita crece en el orden de 0.5), lo cual habla de una situación de cuasi estancamiento. Para el nuevo sexenio (2018-2024), el gobierno prometió un aumento de 4.0 anual para el PIB. También hemos señalado que este ritmo de expansión es insuficiente. Para resolver los problemas actuales –o, más bien, para empezar a resolverlos–, la economía debería crecer a 6.0-5.5 en promedio anual.
Al iniciarse noviembre de 2019 se estaba por cumplir el primer año en funciones del nuevo gobierno. ¿Qué ha sucedido en este periodo?
La información oficial –que no es instantánea– para el PIB señala las cifras siguientes:
Cuadro I. Variación reciente del PIB.
Variaciones del PIB | Primer trimestre 2019 (porcentajes) | Segundo trimestre 2019 (porcentajes) |
Respecto al trimestre anterior | -0.3 | 0.0 |
Respecto al año anterior | 0.1 | 0.3 |
Cifras preliminares señalan que para el tercer trimestre de 2019, el PIB creció en 0.1 respecto al trimestre anterior y cayó un -0.4 con relación al año previo. Por grandes sectores, la agricultura (cuyo peso es bajo frente al PIB) subió 3.5 y 5.3; el sector terciario (servicios) no se movió; y el secundario (industria), absolutamente clave para el funcionamiento de la economía, cayó 0.1 en comparación con el trimestre previo y 1.8 respecto al mismo trimestre del año previo.
Las cifras son misérrimas y hablan de una clara situación de estancamiento económico. Al respecto, se ha dicho que toda nueva administración sufre el costo de “aprender a gobernar”. Algo hay de cierto en ello, pero dista mucho de explicar el pésimo desempeño del primer año.
También se ha indicado, en un plano más general, que lo primordial es mejorar la situación de los pobres. Éstos, no olvidemos, se concentran en el bloque de los informales. Ello plantea dos opciones: a) que el gasto social suba y se oriente fuertemente a tal sector: subsidios, políticas asistenciales, etcétera; o b) que se impulse con vigor la inversión y, por consiguiente, crezcan con gran rapidez las ocupaciones productivas y mejor pagadas.
La opción a) es asistencialista y, de hecho, equivale a una especie de limosna estatal. Puede aliviar, pero a la larga nada resuelve. También supone una salida frecuente en los gobiernos reformistas, que no poseen voluntad o fuerza para un cambio estructural en el espacio de la producción.
La segunda opción, que implica elevados ritmos de inversión y de crecimiento, es la única que puede resolver de verdad el problema de la pobreza. Si las personas tienen acceso a ocupaciones productivas bien pagadas, dejan de necesitar subsidios y de vivir de la caridad estatal.
En este marco, la experiencia latinoamericana es clara. Cuando la economía crece a ritmos elevados, las ocupaciones del sector formal también crecen rápido. Y se reduce el peso del sector informal y más pobre. Al revés, cuando las economías crecen con lentitud, el empleo formal decae y se acrecienta fuertemente la ocupación informal. Y como en este bloque (que en México explica 60 por ciento de la ocupación) se concentran los grupos que viven en la pobreza, la resultante obvia es más desigualdad y más pobreza. En corto, la clave radica en altos crecimientos del sector formal de la economía (de la industria en especial). Sólo así se pueden elevar los niveles de vida y reducir el peso de quienes viven en condiciones de gran pobreza. Todo lo demás no representan sino paliativos de corto plazo.
Igualar desarrollo a extinción de la pobreza y disociarlo del crecimiento de la productividad y del PIB es confundir buenos deseos (y juicios de valor, un tanto mágicos) con realidades objetivas. De seguro puede haber crecimiento sin justicia social (algo común en el capitalismo), pero ésta no será factible si no hay un fuerte crecimiento. Y se debe insistir: tal crecimiento exige gran esfuerzo de inversión. Y, en un primer momento, la inversión pública debe generar el primer y decisivo impulso. La hipótesis por manejar sería ésta: en un gobierno como el de Andrés Manuel López Obrador resulta inevitable que la inversión privada se retaque en un primer momento. Luego, la inversión pública debe transformarse en impulsora y, por esta ruta –generadora de una demanda global dinámica– debe terminar por arrastrar a la inversión privada. Para ello, valga recordar, se exige un significativo aumento de los recursos púbicos que se apliquen a la inversión productiva y, por ende, de la carga tributaria, hoy irrisoria.
En México, la relación ingresos tributarios-PIB es bajísima y está muy por debajo de la media latinoamericana: unos 5 puntos porcentuales. Cabe hablar de un potencial tributario adicional mínimo (de 5 por ciento o más del PIB) y que, al hacerlo efectivo, se dedicara completamente a financiar proyectos de inversión industriales, públicos y mixtos. Con ello, la inversión pública, como porcentaje del PIB, se elevaría en 5 puntos porcentuales, lo cual –a su vez– terminaría también por arrastrar a la inversión privada. El gasto incrementado de la inversión pública genera demanda y ventas adicionales. Al cabo, el sector privado, al observar cómo crecen sus ventas, buscará aprovechar el negocio y ampliará sus capacidades de producción; invertirá más. Esto se conoce como “efecto acelerador”. La inversión privada que responde a una demanda preexistente, en países como México, ante la falta de capacidades de invención tecnológica propias, suele funcionar como respuesta a una demanda también preexistente.
Si el “potencial tributario mínimo” se traduce completamente en un fondo adicional de inversiones para el desarrollo, éste debería aplicarse sólo a segmentos productivos (en especial en la industria), ya sea a fin de sustituir importaciones (lo cual provocaría ahorro de divisas) o de dinamizar las exportaciones del país (lo que propiciaría generación de divisas). Con tal paquete de inversiones, diseñado con esmero, el país asistiría a lo que se llamaba big push, el cual no sólo provocaría un salto en el crecimiento (lo que con toda razón reclama el empresario Carlos Slim) sino, a la vez, impediría la emergencia de presiones inflacionarias y sobre el balance de pagos.
La extrema timidez (¿o ceguera neoliberal?) de las altas esferas del gobierno sobre el tema llama la atención. Parece que van cantando, como santos angelitos, por una ruta que los llevará a los santos infiernos. Y uno hasta se preguntaría: ¿Por qué no designar a Carlos Slim como secretario de Economía y de Hacienda? ¿Acaso es poco ortodoxo? ¿Demasiado radical?
II
El problema de la inversión y el crecimiento es la tarea básica por resolver. Y valga insistir en dos aspectos cruciales: a) la meta de crecimiento manejada por el gobierno al iniciarse su sexenio fue de un crecimiento de 4.0 anual del PIB, ritmo insatisfactorio frente a las necesidades del país. La tasa de crecimiento necesaria debería irse a 5.5-6.0 en promedio anual; b) en el aumento de la tasa de inversión, la inversión pública debe desempeñar el papel principal. Sin embargo, para ello, el sector público ha de aumentar de manera drástica su captación de ingresos. Luego debe necesariamente aumentar la carga tributaria. Pero se advierte el afán de no moverla.
Un segundo aspecto por abordar se refiere a las políticas de comercio exterior. En este caso, todo el gobierno habla de las ventajas del Tratado de Libre Comercio aún vigente y de cuán vital resultaría la pronta aprobación de un nuevo acuerdo, el conocido como T-MEC. La pregunta que surge y que al parecer ya nadie se atreve a plantear es ésta: ¿realmente esos tratados pueden ayudar a un fuerte desarrollo industrial en México, a reducir su actual extremo grado de dependencia?
No olvidemos dos factores concernientes a tales tratados: a) poco tienen que ver con un real libre comercio. Despejan, sí, el camino a las grandes corporaciones multinacionales, que ejercen poder monopólico sobre los flujos del comercio internacional y los movimientos de la inversión extranjera; y ii) imponen considerables trabas a las posibles medidas de protección (aranceles, cuotas, etcétera) que pudiera deber aplicar el gobierno para impulsar y proteger la inversión nacional en rubros industriales estratégicos. En breve, hay muchos elementos que, como mínimo, obligarían a una seria discusión: ¿son o no benéficos para el desarrollo nacional ese tipo de tratados?
Hay un tercer aspecto casi no discutido, aun cuando resulta vital: el gran capital financiero (bancos, instituciones financieras y similares).
Supongamos una situación muy simplificada con sólo dos sectores capitalistas: el industrial y el financiero. En este caso, la plusvalía total (=P) que genera el sistema en un año se descompone en beneficio empresarial (BE) e intereses (I). Luego, BE = P – I. Por consiguiente, para una masa de plusvalía dada, las ganancias del sector industrial (=BE) suben o bajan según los intereses (=I). Segunda consideración: el auge del capital industrial suele ir asociado a ritmos de crecimiento elevados; y el del capital financiero, a bajos ritmos de crecimiento. Tercera consideración: en México, durante los últimos años, la tasa de interés se ha mantenido en niveles bastante más elevados que las vigentes en Europa y Estados Unidos de América. Cuarta: en México se cobran comisiones y similares que elevan fuertemente el costo del crédito. En suma, tenemos una situación que no favorece al capital industrial y el desarrollo.
Pero hay más rasgos subrayables. Uno: el capital financiero obtiene utilidades no sólo por el cobro de intereses y comisiones. También percibe las “ganancias de capital”, que suponen ganancias especulativas. Se compran acciones, bonos y demás en 100 pesos y se venden en 120. Esos 20 pesos adicionales reflejan no un mejor comportamiento real de la empresa sino una especulación en puridad. Y en los últimos años se observa que la especulación bursátil rinde bastante más ganancias que la inversión productiva. Con ello, muchas empresas industriales se degeneran: reducen o abandonan sus líneas de producción y pasan a aplicarse en la especulación bursátil.
Si el gran capital financiero dirige el bloque de poder, determina la estrategia (modelo económico o “patrón de acumulación”) y la política económica. Empíricamente, la evidencia muestra fuerte asociación entre ese dominio y bajos ritmos de crecimiento del PIB y la ocupación. Por lo mismo, se acentúan la marginalidad (e informalidad), la pobreza y la propensión a cometer delitos. De hecho, éstos se vuelven una forma de vida para un porcentaje creciente de la población. La descomposición social también fluye por arriba: trampas, estafas y laxitud moral parecen consustanciales al gran capital financiero.
Digamos también: ante eventuales medidas de control, este capital puede reaccionar generando fuerte desestabilización: fugas de capital, devaluaciones y pánicos financieros, entre otros fenómenos análogos. El mensaje es claro: “no se les debe tocar ni con el pétalo de una rosa”. De ahí se desprenden dos opciones: a) no tocarlos; o b) llevar la regulación hasta el final, y hacerlo con rapidez extrema: nacionalizar la banca. Esta última medida sería funcional y útil para el desarrollo del país. Esto es indudable. Pero ¿quién pone el cascabel al gato?
Se desemboca entonces en un problema de correlación de fuerzas. La medida –la nacionalización de la banca– puede ser racional y clave si de verdad se quiere aniquilar el modelo neoliberal. Empero, si no está apoyada por la fuerza, no podrá materializarse.
Ciertas tareas pueden resultar imprescindibles desde el simple punto de vista de sus repercusiones económicas. Pero su implantación práctica no es un problema puramente técnico. Para cada una de ellas, se necesita de fuerza política para poder aprobarlas y llevarlas a la práctica. Y sin esa fuerza no se podrán aprobar ni, menos, implantar. Como se sabe (o se debería), cuando un país aborda problemas de cambio socioeconómico mayor, la variable política ocupa un papel central, se pone en el primer plano de la escena: pasa a suponer como factor decisorio. Y si esta variable no permite los avances tales o cuales, el proyecto o programa de cambios se afectará.1
Algunas tareas calificables como imprescindibles para nada se mencionan como metas de la cuarta transformación. Señaladamente, éste es el caso del sector financiero. En el programa no se toca y, asimismo, se ha señalado una y otra vez que se mantiene la autonomía del banco central. En el modelo neoliberal, insistamos, la fracción de clase que dirige el bloque de poder es la del gran capital financiero. Por lo mismo, si se trata de sepultar el neoliberalismo, cabría pensar que los cañones deberían apuntar, como blanco central, al gran capital financiero.2 Pero nada de esto se ha discutido ni, peor aún, mencionado.
III
Volvamos al año en curso. ¿Qué razones cabría aducir como explicación del nulo crecimiento? Si buscamos por el lado de la demanda global (la que, en el corto plazo, suele funcionar como fuerza determinante), tendríamos lo siguiente: a) respecto al año anterior, el consumo familiar creció 0.2 por ciento (primer trimestre) y 0.6 (segundo); b) las exportaciones crecieron 1.8 (primer trimestre) y 3.2 (segundo); y c) la inversión bruta fija cayó -3.4 (primer trimestre) y 5.2 (segundo).
Claramente, la inversión opera como factor causal negativo.
Pero hay algo más: la inversión privada respecto al año anterior cayó 2.24 (primer trimestre) y 4.0 (segundo). Entretanto, la inversión pública disminuyó frente al año anterior en -10.9 en el primer trimestre y -11.5 en el segundo; o sea, lo que más debe crecer es lo que más se cae.
El consumo gubernamental se redujo -1.3 por ciento en el primer trimestre respecto al del año previo y 1.9 en el segundo. En resumen, llegamos a una conclusión acaso paradójica: la fuerza recesiva principal ha sido la caída del gasto público.
En un gobierno que presume de propósitos antineoliberales, nos encontramos con una política fiscal recesiva. Eso, si bien pensamos, guarda congruencia con los criterios imperantes en el banco central y en la Secretaría de Hacienda y Crédito Público, SHCP (básicamente de corte neoclásico-neoliberal), del todo opuestos a los eventuales afanes de romper con el modelo neoliberal. Éste no es un problema de malos y de buenos. En la SHCP quizás haya “gente buena”, mas el problema radica en la forma que se entiende ahí el mundo de la economía: con cargo a la teoría estudiada y asimilada, la neoclásica-neoliberal. (¿Lo habrán hecho por arribismo social? ¿Acaso no hay ciertos paradigmas críticos del neoliberalismo?) Luego, más allá del “buen corazón”, con esas anteojeras, ellos creen que hacen el bien mientras, de hecho, pauperizan y destruyen a las grandes mayorías.
El presidente López Obrador mantiene una elevada aprobación, de 60-70 por ciento, o más. Pero deben mencionarse tres factores emergentes, con signos ominosos:
1. El indicado del muy bajo nivel de inversión y el consiguiente estancamiento económico. Y, valga añadir: sobre este decisivo asunto, nada se gana con agachar la cabeza e intentar soslayar el problema. Por el contrario, un gobierno realmente popular debe señalarlo con claridad y abrir una profunda discusión sobre el tema.
2. La creciente violencia agudizada en el país. En esto parecen converger la extrema derecha (panistas y salinistas) golpista y el narcotráfico. Todo indica una asociación o pacto entre tales grupos políticos y las filas del narco y de otros grupos gangsteriles. El objetivo de este conglomerado sería arrinconar y desgastar más y más al gobierno. La meta final sería acaso la del golpe de Estado; o bien, el denominado “golpe blando”. Es decir, se dice al gobierno: “Si insiste en cumplir sus metas de transformación más radicales y que más nos perjudican, lo derrocaremos#. Luego, ante la amenaza de un golpe militar explícito, el gobierno arrinconado así cede ante la derecha y abdica de sus promesas de cambio estructural. Con ello, el golpe militar abierto no tiene lugar: sale sobrando. Y opera el “golpe blando”. Sin enfrentamientos sangrientos, se dobla la mano al gobierno progresista que, obviamente, deja este carácter. De paso, cunde la frustración entre las masas populares y culpan al gobierno “popular” de aplicar medidas reaccionarias. En breve, la derecha triunfa y mantiene su poder “con la mano del gato”, el que sacaba las castañas del fuego. Además, desprestigia así por muchos años o décadas lo que se suponía alternativa popular. En ello radica la esencia del “golpe blanco”.
3. El gobierno, en busca de evitar encuentros violentos, empieza a dar la impresión de falto de fuerza y de decisión. Es decir, se confundiría prudencia con debilidad ante el crimen. Y un gobierno tan “blandito” termina por dar alas a los enemigos. En política, bien se sabe, “poner la otra mejilla” es el mejor camino para la perdición.
El partido del presidente tampoco da garantías. Parece ciego e irresponsable frente a lo que se juega en el país y se enreda en disputas internas de baja estofa. En ellas no se discuten líneas políticas ni de organización, ¿Cuál son la táctica y la estrategia gubernamentales por seguir? ¿Cómo debe operar el partido en dicho contexto, y acumular fuerzas, y dónde concentrar sus esfuerzos? ¿Todavía no se entiende que ganar las elecciones no equivales a ganar el poder? ¿De qué modo acumular fuerzas en favor del cambio real?
En estas discusiones, semejantes a gritería de gallineros, parece que sólo interesa el cargo burocrático tal o cual. Con la llegada al gobierno, estos grupos ya parecen haber arribado a los “santos cielos” y buscan tales o cuales platos de lentejas: se olvidan de la prometida “cuarta gran transformación” y parecen sucumbir a la degradación moral provocada por el neoliberalismo en el país. También olvidan lo que dijera el muy sabio Lucifer: “En los reales santos cielos no hay lugar para los ciegos”.
Notas
* Universidad Autónoma Metropolitana-Iztapalapa, Departamento de Economía.
1 Los políticos suelen entender bien estos problemas; “miden” lo que, en términos de poder, se puede o no. Y AMLO es un político de gran capacidad al respecto. No es de los que se lanzan al vacío en busca de alguna fotografía histórica. Tampoco es un pusilánime. El problema estriba en el del poder de las fuerzas en juego: de lo que la correlación de fuerza posibilita o no.
2 Éste, sea dicho al pasar, de seguro tiene conexiones fuertes con las grandes bandas del narcotráfico.