¿Puede el conocimiento de las mujeres, en forma de recetas, ser parte de la red de conocimiento que une el Océano Índico con el Atlántico, producir una imagen más amplia sobre los contactos, la historia, más allá del imaginario colonial predominante?
Los alimentos, especialmente los alimentos preparados, no solo están estrechamente relacionados con el gusto, el sabor y el hambre, sino que son también un criterio decisivo para la construcción de nuestras identidades. Comprender los alimentos como ‘cosas en movimiento’, circulando en diferentes contextos, nos permite entender los significados complejos de los usos y las formas que los alimentos toman durante su vida.
Los contactos culturales y los procesos de identidad permiten el reconocimiento de otras subjetividades, a partir de las luchas de las mujeres en la construcción de redes de conocimiento. En el centro de esta reflexión está un viaje por los caminos de los aromas y sabores, rutas silenciadas tanto por la narrativa colonial dominante como por la hegemonía de las historias nacionales.
Les propongo que concentremos nuestra atención en los movimientos que permitieron los contactos entre comunidades y personas. El movimiento cambia la materialidad de las cosas al implicar la transferencia de objetos o prácticas (incluidas las adaptaciones) que pueden producir diferentes materialidades, dependiendo de los caminos tomados y los cambios que ocurrieron. Paradójicamente, la comida se basa en el mito del sentido de pertenencia a lo ‘local’. Cualquier receta culinaria tiene sus raíces; pero eso no significa que los ingredientes no cambien; al contrario, se adaptan fluidamente a nuevas circunstancias, volviendo a registrarse en un nuevo ‘lugar’. Es la relación entre productos, entre estos y los procesos de transformación lo que atestigua la especificidad de una receta culinaria. Y eso transforma la cocina, el espacio donde se preparan los alimentos, en un laboratorio donde se cocinan las afecciones, los afectos.
Creo que es común a todas y todos, memorias y narrativas desde nuestras abuelas, madres, amigas, que nos han enseñado recetas que transportan en sí historias muy profundas.
Las recetas llevan el conocimiento y el sabor del pasado, aunque resuenan de una manera particular, incorporada en cada caso. El potencial transformador de estas historias sucede a través de la reciprocidad de la traducción intercultural, cuando se escucha y la escucha es un desafío transformador.
En 1955, en la conferencia de Bandung, Sukarno delineó lo que llamó entonces la línea que alimentaba el alma del imperialismo. Era una línea que dividía al mundo en dominados y dominadores, y que intentaba destruir las referencias culturales de los pueblos que estaban del lado de los dominados del mundo, inculcándoles valores europeos. Este proyecto de asimilacionismo violento, no logró conquistar el alma del Sur.
Todavía, desde el punto de vista metodológico seguimos de cerca las propuestas teóricas que están asociadas al paradigma dominante de producción de conocimiento de nuestros tiempos, la ciencia moderna, que intenta explicar para transformar el mundo utilizando sobre todo la visión y la audición. Otros sentidos tan importantes de relacionamiento con el mundo como el gusto o el olfato desde hace mucho que son presentados como formas más primarias de contacto y posibilidad de captación de los sentidos de lo que nos rodea.
Entonces nos enfrentamos a dos desafíos:
El primero, más de matriz metodológica, es cómo aprender a reconocer el mundo y sus saberes y experiencias desde otros sentidos, activando una ecología de sabores y de olores.
1) ¿Es posible conocer el mundo también desde los sabores y olores?
2) ¿Cómo acercarnos a otros conocimientos, contribuyendo a la descolonización del saber hegemónico?
3) ¿Cómo pensar y construir saber desde otros lugares geopolíticos y epistémicos?
El segundo desafío es descentrar el mundo y comprender sus diferentes centros y periferias, plurales y, muchas veces, interconectados. Es reconocer la diversidad epistémica del mundo, lo que designamos como las Epistemologías del Sur.
El Océano Índico, donde está mi país, Mozambique, es un océano de contactos. Los informes de las múltiples conexiones regionales y transoceánicas son parte del legado que incluye relatos de viajes, actividades comerciales, conexiones familiares y peregrinaciones religiosas anteriores a la llegada de los europeos a estos lugares. Estos itinerarios, reales o imaginarios, revelan otro paisaje histórico donde el Océano Índico se destaca como una antigua red de encuentros. Sin embargo, vista desde el Norte, esta red se rompe, reemplazada por conexiones entre los centros colonizadores y las antiguas colonias. Provincializar la historia del mundo se basa en repensar las relaciones entre los espacios que forjan las culturas y las áreas de contacto entre ellas, además de las narraciones guardadas en los archivos coloniales. Esta interpelación del colonialismo lo asume no como un pasado terminado, sino como una realidad presente, metamorfoseada, que continúa informando y definiendo el presente. En base a esta suposición, es posible imaginar otras historias en red que señalen continuidades y transformaciones en las relaciones de poder y conocimiento. Sin embargo, estas lecturas no explican los viajes de sabores que distinguen los encuentros de conocimiento, a través de los océanos, sobre todo de la mano de las mujeres.
La cocina, sea lo que sea, se basa en una gramática de conocimiento, que a menudo se expresa a través de la oralidad. Las recetas que se transmiten a través de la práctica diaria expresan historias y encuentros de culturas, que reflejan experiencias vividas y luchas situadas. Cocinar es una forma de saber y ser, como me mostraron las badjias, que es la receta que les propongo acá como marco analítico.
La badjia sigue siendo un elemento fundamental de la comida callejera. Es algo que comemos con pan, esos fritos a base de caupí (esos frijoles pequeñitos), amasadas con cebolla, cilantro y otras especias. Hace algunos años, cuando estudiaba en India, en Panjim, un colega me preguntó: ¿quieres un vada pao? Tarang, quien se ofreció a comprar este producto desconocido, pronto regresaría con dos paquetes y me dio uno. Lo abrí y salió un rollo de pan cuadrado y suave, con algo que parecía una badjia, cubierto con una salsa picante verde. El primer bocado en el pav (corrupción de pan) y vada (el frito) me llevó a Maputo.
Los componentes principales del vada pav – el frito que integra las papas y el pan – fueron llevados a la India por los portugueses, a partir sobre todo del siglo XVII. El ingrediente clave de la región, o incluso de la India, es el besan, la harina de garbanzos. En un momento en que la lucha política se extiende a las áreas políticas más diversas, la comida no se escapa. Las partes que defienden Hindutva han estado promoviendo la cocina ‘india’ basada principalmente en platos vegetarianos cocinados con productos originarios del estado, defendiendo el vada pao como uno de los platos ‘típicamente’ indios. Pero en Panjim, donde compré vada pao, no había lugar a dudas: “es comida de Goa”.
Años después tuve la misma experiencia en Nigeria, con los acara, que como lo comprendí después era una receta adaptada y transformada en Brasil hasta el acarajé.
Hasta la independencia de Mozambique en 1975, las badjias eran comida de la clase trabajadora negra. Eran comida de los barrios populares negros. Como en otras facetas de la vida cotidiana, la comida sintió el impacto de la revolución. En los primeros años de independencia, la comida se volvió escasa. Hubo varias razones para esto: una demanda creciente como resultado del mayor poder adquisitivo de la población, el bloqueo de los países vecinos de la Sudáfrica del apartheid y luego de Rhodesia de la que Mozambique dependía económicamente, y cambios políticos, que incluyeron la nacionalización de la tierra y de varias empresas agrícolas, siguiendo el vuelo de sus dueños. El resultado fue una escasez de alimentos y la llegada de otros alimentos, como badjias, al centro de la ciudad. En otras palabras, la falta de alimentos e ingredientes culinarios no solo influyó en la capacidad de reconocer otras recetas tradicionales, sino que también afectó la forma en que los mozambiqueños percibían la comida como un marcador de identidad. La comida, como las conversaciones que sigo teniendo sobre todo en mi ciudad, Maputo, revela cualidades sensoriales, temporales y espaciales que transforman la comida en piezas fundamentales de los sistemas culturales. Del mismo modo, como comida callejera, las badjias revelan cómo las transformaciones de lo que se come y dónde se come, la calle, constituyen un terreno central para el reclamo de este espacio. Y las calles de la ciudad del cemento están ocupadas por conocimientos y sabores subalternos, procedentes de otros lugares que hace mucho son parte de la ciudad.
Al nivel epistemológico, la comida y las sensaciones que evoca nos presentan una negociación continua entre agencia y limitación, entre personas y lugares. Viajes, de personas y bienes, combinados en las orillas de los océanos dan forma a paisajes culinarios. De hecho, tal vez no hay nada más omnipresente entre las dos orillas del Océano Índico que vada pao/badjia. Esto platos, desde India hasta Brasil, debido a su omnipresencia, representan vínculos culturales ‘ausentes’, una marca de una historia común entre lo que hoy es India y la costa occidental del Océano Atlántico. En este sentido, este plato (y el intento de olvidar selectivamente estas conexiones históricas por la narrativa colonial y nacional) funciona, como muchos otros, como marcador de un área de contacto culinario, tanto para la preparación como para la estructura de consumo. Un ejemplo de resistencia de sabores y conocimiento subordinado, badjia/vada pao hasta el acarajé, como metáfora, alude a una historia más amplia, reconociendo el papel que las culturas del mundo jugaron en la constitución de esta zona de contacto de sabores. Esta zona de contacto refleja lo que Françoise Vergès clasifica como una cocina criolla, que renuncia a la pureza y a cualquier intento de esencialismo. “Una cocina [que] incorpora procesos y prácticas transétnicas y transculturales”.
No es el acto de nombrar que define al conocimiento. Abriendo la biblioteca que son las recetas de cocina, y funcionando en laboratorios interculturales que son las cocinas de nuestras casas, entramos en otros proyectos epistémicos y ontológicos, pues revelan otros seres, silenciados y subalternizados que una sola forma de aprehensión de saberes, monocultural, centrada en la visión, no permite comprender y develar.
Desafiando los silencios y las subordinaciones, las cocinas y las mujeres que ahí trabajan han estado prestando, reelaborando y adaptando los sabores y conocimientos de los demás, en una práctica de criolización: “imitación, apropiación y traducción” (Vergès, Françoise, La Mémoire enchaînée. Questions sur l’esclavage, Paris: Albin Michel, 2006).1 El paisaje que sugieren los sabores desde el Océano Índico hasta las orillas del Atlántico es de inmensa riqueza, integrando historias y conocimientos sedimentados durante siglos.
La comida desafía las barreras esencialistas que separan las culturas, impregna el tiempo y la vida de todas las generaciones. Para delinear los caminos de los encuentros, o identificar posibles áreas de contacto hay que conectarnos a través de diferentes formas de sentir y pensar, permitiendo que varias historias, ejemplos y conceptos interactúen de una manera no jerárquica. También es una invitación para que nos encontremos en este territorio, circulando en este territorio tan amplio y, muchas veces más próximo desde las prácticas, dialogando con sus integrantes, como una forma de superar el pensamiento abisal.
NOTAS
* Investigadora principal y vice-presidenta del Consejo Científico del Centro de Estudios Sociales CES, Universidad de Coimbra.
1 Hay traducción al español: La memoria encadenada: Cuestiones sobre la esclavitud, [prólogo y traducción de Nathalie Hadj], Barcelona: Anthropos Editorial, 2010.