¿AL DIABLO LAS INSTITUCIONES? EL DILEMA DE LA LEGALIDAD ILEGÍTIMA

Aquellos que tienen poder para herir y no lo hacen,
que no hacen las cosas que por facultad pueden;
Que, moviendo a otros, son ellos mismos de piedra,
inconmovibles, fríos, y de tentación lenta,
Esos heredan rectamente las gracias del cielo,
y como esposos ahorran las riquezas de Natura;
Son señores y dueños de sus rostros.
Los otros, esclavos de su propia excelencia.

Soneto XCIV, William Shakespeare.

De acuerdo con la definición de Max Weber, todo Estado tiene la pretensión de establecer un monopolio de la violencia legítima, es decir, establecer un control sobre los medios y las formas mediante los que se ejerce el poder. Esta pretensión la enuncia claramente Thomas Hobbes, es la autoridad y no la verdad quien produce la ley –auctoritas non veritas, facit legem–. En este sentido, Karl Marx tiene razón al afirmar que debe comprenderse al Derecho, es decir, al conjunto de disposiciones jurídicas, como una superestructura construida socialmente para reproducir una forma determinada de dominación.

Al respecto, en La cuestión judía, Marx denuncia que los derechos del hombre y el ciudadano, enarbolados por los teóricos liberales, son indisociables de la noción de individuo. Por tanto, a su juicio, son una defensa a ultranza del libre mercado y de la propiedad privada. En otras palabras, son el soporte jurídico mediante las cuales se legitiman las formas de dominación burguesa. Sin embargo, Claude Lefort advierte de un punto ciego de Marx. Sorprendentemente, Marx pasa por alto dos derechos presentes en la declaración de 1789, la libertad de prensa y la libertad de asociación. Estas garantías no mantienen un vínculo con el individualismo capitalista tan claro, por el contrario, implican una emancipación política o, por lo menos, posibilitan que los subalternos formen sus propias organizaciones, acordes a sus intereses de clase.

El Derecho debe ser comprendido como una tensión. Si bien es cierto que el marco normativo es una estructura mediante la cual se institucionalizan -y, en consecuencia, se intentan perpetuar- las formas de dominación, al mismo tiempo, implica límites dentro de los cuales acontece el ejercicio del poder. Probablemente, esto se debe a que la continuidad de todo sistema social depende de garantizar cierto orden. Por ello, se trata de evitar ciertos excesos, pues todo exceso engendra caos, por tanto, quiebra la estabilidad de cualquier régimen.

Los defensores del estado de Derecho sostienen que ningún gobernante tiene autorizado ejecutar algún acto que no sea explicitado por la ley. De este modo, se pretende poner un freno a la arbitrariedad, En el Estado moderno persiste una paradoja en el vínculo existente entre el poder y el Derecho: rex facit legem, legem facit rex –el gobernante hace la ley, la ley hace al gobernante–. En esta frágil relación, ambos, simultáneamente, son causa y efecto. Así como toda autoridad requiere un marco normativo que legitime su actuar, toda norma requiere de una autoridad que la aplique.

La racionalidad del Estado moderno, según Weber, parte de la identificación indisoluble entre legalidad y legitimidad. De acuerdo a los normativistas, la ley mantiene una anterioridad lógica respecto a la autoridad. Sin embargo, los decisionistas insisten en que no existe norma que sea aplicable en el caos, por tanto, la autoridad mantiene cierta autonomía jurídica para garantizar la continuidad de la ley, de otro modo, el Estado colapsaría en el momento en que la ley no fuera aplicable. Más que ser dos posturas opuestas, estas afirmaciones representan las dos caras de la misma moneda.

Comúnmente, por su pretensión de universalidad, se asume que el Derecho es una esfera impersonal, capaz de trascender las voluntades particulares. Por esa ceguera es que se suele perder de vista la importancia de la decisión como elemento constitutivo del ámbito jurídico. No existe ley que no sea producto de una decisión de un grupo político específico o de una negociación entre grupos, tampoco que haya sido tomada acorde a un contexto histórico singular o en la que no se reflejen intereses particulares. La legalidad no es neutral en el sentido de que todos los miembros de la sociedad sean iguales ante la ley, sino porque puede servir a cualquier fin.   

El Derecho no es un espacio de objetividad pura, por el contrario, en la producción jurídica siempre es posible encontrar ciertas huellas ideológicas. Pero esto no sólo sucede en la creación del derecho, también en su aplicación. Particularmente notable es el hecho que destaca Giorgio Agamben, cuando señala que el régimen nazi nunca tuvo la necesidad de abolir la Constitución de Weimar. A pesar de ser uno de los textos jurídicos más avanzados, acorde a los principios de la democracia liberal, fue a partir de sus propias disposiciones, la instauración de poderes de emergencia, que se afianzó el III Reich. El régimen nazi no fue un espacio fuera de la ley, ni una suspensión in totodel Derecho, sino una adecuación y reinterpretación del marco jurídico. Por esa razón es que Hannah Arendt describiría al genocidio nazi como una guerra civil legal, ya que se usaría la ley para eliminar a una parte de la población, considerada por los líderes del partido como incompatibles con el mundo que deseaban crear.

Así pues, es bien sabido que la ley es siempre manipulable e interpretable. Por sí misma no garantiza la materialización de la justicia. Los ius positivistas insisten en que los medios legales siempre tienden a fines justos. Por su parte, los ius naturalistas señalan que los fines justos legitiman los medios legales. Al respecto, Walter Benjamin mostraría que estas afirmaciones son fácilmente falsables cuando se les mira desde una perspectiva histórica. No toda norma apunta a fines justos, ni toda justicia es reductible al ámbito jurídico.

Aquí es cuando entra en juego la otra pieza de la ley que los normativistas tienden a querer ocultar –o enajenar, la legitimidad. ¿Qué sería aquí, entonces, la legitimidad? ¿de dónde proviene? La legitimidad no solo es aquello que da contenido y fundamento formal a la ley, que hace que la ley sea justa, sino precisamente el ámbito político de encarnación de una autoridad que es anterior a la ley y la puede poner en suspenso o, si así lo determina, consumar. Toda norma, tanto en su instauración como su aplicación conlleva una decisión. Ya sea mediante su creación, su suspensión o su aplicación, estas dos formas de relación de la legitimidad con la ley, estamos ante una instancia viviente que excede en rango a ley, ya sea porque le pone un fin a la ley injusta, reactiva la ley que no se aplica o le da pleno cumplimiento. Aunque la lógica estatal pretende contener toda forma de vida social dentro de los cauces institucionales, estos son desbordados permanentemente, de tal modo que ponen en cuestión la omnipotencia y la omnipresencia del Derecho.

Al respecto, intentando agrupar las distintas corrientes del pensamiento jurídico, Carl Schmitt indica que las distintas corrientes de la filosofía del Derecho se pueden englobar en tres posicionamientos: el decisionismo, el institucionalismo y el normativismo. Cada una destaca, como es evidente en sus nombres, un elemento jurídico distinto, que se erige como eje articulador de la esfera legal. Así, advierte los peligros de cada una de estas corrientes. En el primer caso, existe la posibilidad de que el soberano, es decir, en quien recae la decisión, no reconozca adecuadamente la situación política concreta. Por su parte, los normativistas, al pensar que las reglas son puras e impersonales, corren el riesgo de reducir la soberanía estatal a un mero modo burocrático-funcional. Algo similar suele acontecer con los institucionalistas. Al concebir al Estado como una realidad suprapersonal, suelen propiciar el vaciamiento o neutralización de la esfera política y, por tanto, de la soberanía. En todos los casos implica una ruptura de la díada legalidad-legitimidad, es decir, del fundamento en el que descansa la legitimidad del Estado moderno.

El espacio de esta encarnación que hace emerger la legitimidad política es, precisamente, el que entra en conflicto con la ley establecida y el fetichismo institucionalista como garante contra “el personalismo demagógico”, es decir, contra el líder popular. Uno de los problemas principales de las democracias contemporáneas es este “institucionalismo”, que desencarna la política, al considerar a la ley como la única fuente de legitimidad. Como bien señala Ernesto Laclau, al reducir el gobierno a la pura administración, se diluyen las identidades populares. Este vaciamiento instaura una democracia sin demos o, dicho en otras palabras, un demos carente de contenido, el cual sirve para justificar las decisiones tomadas por grupos de poder específicos, aun cuando fueran en contra de sus gobernados. Así, la voluntad popular se convierte en un elemento completamente ajeno a las clases populares.

En nuestros días es fundamental tener conciencia de este hecho, pues en la situación actual en México, con el naciente proceso de transformación, se requiere modificar las instituciones vigentes. Para esto es necesario transitar por un momento que podemos llamar de “legitimidad popular encarnada”, para contrarrestar la “legitimidad formal” que, de manera fetichista, se le asigna a la institucionalidad o la ley por sí mismas.

Para comprender adecuadamente el fenómeno de la corrupción en las últimas cuatro décadas es necesario abandonar la concepción tradicional de la corrupción. No sólo se trataba de beneficiar a ciertos grupos, contraviniendo el marco legal. Lo que aconteció tiene consecuencias más graves para la esfera jurídica. Se emprendieron una serie de cambios legales que buscaban legalizar la corrupción. Un ejemplo claro es la decisión tomada en 2014 por la Suprema Corte de Justicia de la Nación, en la que reconocía que las personas morales tenían derechos humanos[1]. No sólo se le reconocían sus derechos a los empresarios, como a cualquier otro ciudadano, también a una entidad abstracta como son  las empresas. Con esta sutil interpretación del marco jurídico se amplió en gran medida la capacidad del sector privado para actuar legalmente. A partir de ese momento, el sector empresarial contaba con más recursos en los litigios. La asimetría entre, por ejemplo, las empresas extractivas y los defensores del territorio es clara. Por un lado, cuentan con más recursos financieros para sostener largos procesos jurídicos.  Así, la tutela de los derechos de las empresas favorece a un sector específico. El proceso de corrupción de las instituciones del Estado mexicano puede comprenderse, en términos de Agamben, como una alienación de la legitimidad formal y, en consecuencia, una negación de la legitimidad sustancial.

El conflicto de la cervecera cancelada en Baja California era una disputa por quién tenía derecho a ejercer sus derechos. Constellation Brands afirmaba que se debía continuar con la construcción de la planta, pues de no hacerlo se atentaría contra su derecho a realizar libremente la actividad para la que fue creada. Por su parte, los pobladores de Mexicali defendían su derecho a la vida, pues, advertían que la empresa acapararía el agua, lo cual, al ser un recurso escaso en la región, pondría en riesgo sus vidas. No deja de ser relevante la forma en que se resolvió el conflicto, mediante un mecanismo legal completamente nuevo en México, la consulta. Lo que la oposición ha calificado como demagogia populista, es una importante transformación. Los ciudadanos dejarían de ser simples portadores de derechos, cuyos intereses deben ser tutelados por las instituciones estatales, pues ahora contaban con herramientas legales para exigir su pleno cumplimiento.

En este sentido, con el fin de re-emparentar la legalidad y la legitimidad, es imperativo que entre en vigor un “estado efectivo de autoridad ética” a través de la figura del ejecutivo. Andrés Manuel López Obrador juega un rol de catalizador de los intereses populares, a través del cual la ley y las instituciones entran en una reconfiguración al ser excedidas por una instancia superior, que es la legitimidad, pues, como diagnosticó Agamben: “es inútil creer que puede afrontarse la crisis de nuestras sociedades a través de la acción-sin duda necesaria- del poder judicial. Una crisis que golpea la legitimidad no puede resolverse exclusivamente en el plano del derecho” (Agamben; 2013: 12).  ¿En qué plano se resuelve? En el ámbito ético político, que es una instancia de pre-derecho, es decir, que tiene anterioridad lógica al Derecho. He aquí la gran importancia de la consistencia ética de los sujetos políticos, de los liderazgos, y hasta de los servidores públicos para aplicar la ley y operar las instituciones. Bajo el régimen neoliberal. la burocracia fungía como instancias que administraban y ocultaban el misterio de la corrupción.  

Aquí la legitimidad aparece como un principio de la función de la ley en una forma “viviente”, un paradigma. La singularidad popular o el cuerpo incorporante del líder podría corresponder a la instancia de una corporeidad común, de la que hablaba Benjamin. La voz que exige mandar al diablo las instituciones adquiere corporeidad y, en consecuencia, se materializa políticamente, en el momento en que es evidente el uso arbitrario de las instituciones. Esa exigencia particular se convierte en un reclamo popular en el momento en que los ciudadanos de a pie experimentan el Derecho como un abuso y una vulneración constante. En este sentido, se invierte la parábola expuesta por Kafka en Ante la ley, el singular ya no pretende entrar a la ley, pues le es evidente que está sujeto a ella. Por el contrario, pretende salir del Derecho vigente o, por lo menos, sobrevivir a él, bajo la consciencia de que la justicia no se encuentra en ese ámbito.

Sin embargo, la legitimidad no es aquí realmente algo que sobreviva separada de la ley. La figura del líder popular no es abarcable por las instituciones, sino que forman parte de una unidad dialéctica, pues, como afirma Laclau: “cualquier proceso de transformación de la relación de fuerzas en el campo sociopolítico no puede verificarse sin una reforma profunda de las instituciones”. Esto remite al hecho de una completa asunción de la tensión entre liderazgo popular e instituciones, entre legitimidad y ley, sin la cual la política sería imposible.

El liderazgo popular, como elemento interruptor de la ley, emula a lo que Félix Guattari y Gilles Deleuze anunciaban como línea de fuga. La transformación del Estado requiere tanto de un momento de escape del Derecho, como un momento de retorno. En ese segundo momento radica una de sus diferencias sustanciales con respecto a los fascismos europeos, pues, al carecer de este momento de retorno, Deleuze y Guattari los conciben como líneas suicidas. El fetichismo del “institucionalismo” nos lleva a la desencarnación social de la política y el puro liderazgo sin despliegue de su dirección transformadora en las instituciones estaría en riesgo de caer en el vacío de un estado de excepción. En este sentido, la transformación implica una revalorización del viviente y lo viviente en todos los ámbitos, incluyendo, por supuesto, el jurídico.

Esto muestra que ni el institucionalismo ni la mera defensa de la ley vigente pueden presentarse simplemente como los depositarios de la legitimidad y mucho menos en un proceso de transformación que no podría llevar a cabo tal transformación de las instituciones sin el liderazgo de una subjetividad ética que puede ponerles límites. En el caso mexicano, el liderazgo de López Obrador juega un papel decisivo en la legitimidad popular, por lo menos, como el factor por el cual un gran sector de la sociedad mexicana tiene inicialmente la confianza de adscribirse y participar en un proceso de cambio.

Una de las tendencias de la política de Estado en las últimas décadas era producir subjetividades despolitizadas, es decir, ciudadanos que se retrotrajeran al ámbito privado y abandonaran la esfera pública. Esto le dotó a ciertos grupos de poder de discrecionalidad, ampliando su margen de operación. Sin esta condición no habría sido posible la institucionalización de la corrupción. No se debería de separar la defensa de algunas instituciones, de su actuar concreto, es decir, de los intereses que involucra su operación. Por ejemplo, es comprensible que haya grupos de periodistas que salgan en defensa del Instituto Nacional de Transparencia, Acceso a la Información y Protección de Datos Personales, pues les ha facilitado su labor. Pero igualmente cierto es que hay otros sectores beneficiados, como los bancos, pues el INAI ha tolerado el mal manejo que han hecho de los datos personales. 

Una verdadera crítica de la corrupción implica dirigir los cuestionamientos a los tres momentos del Derecho, a la instauración, a la aplicación y a la interpretación de la ley. En caso contrario, sería permanecer en la ingenua postura de que las leyes son puras e impersonales, así, negando una realidad histórica: la ley y las instituciones han sido objeto de captura por parte de grupos de poder. El Derecho es neutral, no porque la ley y las instituciones sean ecuánimes, sino porque sirven indistintamente a diversos intereses. En este punto radica la importancia de poner en tela de juicio estas visiones deontológicas que insisten en mantener intocado el ámbito del Derecho.

La acción popular, de un pueblo, de investir a una singularidad como liderazgo expresa ya una confianza, una fe en la persona, donde de antemano se ha mostrado “elegible” y esta es una relación anterior al derecho que, desde luego, pasa por un momento “anárquico” ante la ley vigente, pero en tanto se sitúa en el origen (arché) de la ley, aquel momento que viene desde el pueblo que otorga toda autoridad y a partir de cuya relación o acontecimiento resulta la nueva regla.

A este propósito, sería importante recordar la crítica de Marx a Hegel sobre el concepto de Constitución y el de Estado mismo, donde estos no pueden ser ajenos a la vida concreta del pueblo. Es la materialidad del pueblo (su vida) la que se vuelve el principio formal de la constitución, lo cual equivale a decir que la vida concreta del pueblo se aplica al derecho y no el derecho al pueblo: “Aquí la Constitución toca siempre fondo en su fundamento real, el hombre real, el pueblo real […] la Constitución nunca es más que un factor de la existencia de un pueblo: la Constitución política no forma por sí misma el Estado” (Marx; 2002: 99). Se trata de una materialización jurídica del modo de existir que ha decidido instaurar una comunidad política.

Como se ha dicho anteriormente, la disputa por la transformación política sería imposible sin incidir en la esfera jurídica. Un nuevo modo de estar de la comunidad política requiere de su correlato jurídico. Sin esta dialéctica de destrucción-construcción, implícita en mandar al diablo sus instituciones, no existe transformación posible. Sobre todo, porque en el pronombre “sus” denuncia la ilegitimidad de la captura del Derecho.

Por esta misma razón, hay que ser conscientes de que la creación de nuevas instituciones o una nueva constitución, completamente necesarias para el asentamiento de una transformación como hemos visto, no sutura la ausencia de liderazgo, pues sabemos que estas pueden existir como mera “vigencia sin significado” o ser objeto de múltiples giros y reinterpretaciones según determinadas direcciones ejecutivas.

Referencias

Agamben, G. (2013). El misterio del mal. Buenos Aires: Adriana Hidalgo.

Arendt, H., & Díez, S. G. (2006). Los orígenes del totalitarismo. Madrid: Alianza..

Benjamin, W. (1991). Para una crítica de la violencia y otros ensayos. Madrid: Taurus.

Deleuze, G., & Guattari, F. (2015). Mil mesetas. Valencia: Pre-Textos.

Laclau, E. (2021). Institucionalismo y populismo. Revisada 19 de Mayo 2021, fromhttps://lalineadefuego.info/2012/09/07/institucionalismo-y-populismo-por-ernesto-laclau/

Laclau, E. (2012). La razón populista, México: Fondo de Cultura Económica.

Marx, K. (2002) Crítica de la Filosofía del Estado de Hegel, Madrid, Biblioteca Nueva. 

Schmitt, C. (1994). Legalidad y legitimidad, Buenos Aires: Editorial Struhart.


[1] En la resolución tomada el 21 de abril de 2014, por unanimidad, la Suprema Corte de Justicia de la Nación decidió ampliar los alcances jurídicos del Artículo 1° constitucional. En dicha resolución se reconocía que no sólo los ciudadanos eran titulares de todos los derechos reconocidos por la Constitución, también las personas morales, es decir, también las empresas. Se pretendía resolver una contradicción entre dos criterios. Una interpretación sostenía que los derechos humanos, al ser relativos a la dignidad humana, eran exclusivos de las personas físicas. La otra, afirmaba que todas las personas jurídicas eran iguales en derechos y obligaciones. La resolución señalaría a que todas las entidades colectivas, incluyendo a las empresas, se les debía garantizar los derechos necesarios para la realización de sus fines, para salvaguardar su identidad y su existencia y, sobre todo, para el libre desarrollo de sus actividades.