ENSAYO BIOGRÁFICO DE LA CORRUPCIÓN ENERGÉTICA

Hablar de la política energética del pasado reciente es hablar necesariamente de corrupción. Y para explicarlo, nada mejor que un ejemplo. Propongo el de Juan José Suárez Coppel, un personaje secundario en nuestra comedia neoliberal, pero que retrata como nadie los distintos ámbitos de la corrupción en materia energética de los últimos gobiernos.

Suárez Coppel fue director de Finanzas de PEMEX en el sexenio de Vicente Fox y Director General de la empresa con Felipe Calderón. Aquí está el primer espejismo de su biografía: aunque lo parezca, este funcionario no era un panista convencido. Ante todo, la lealtad de Suárez Coppel estuvo siempre con Francisco Gil Díaz, secretario de Hacienda de Fox, pero salinista de toda la vida. El ascenso de Suárez Coppel muestra hasta qué punto, en los gobiernos neoliberales, no importaba realmente el partido al que te adscribieras mientras se avanzara el mismo proyecto privatizador.

El paso de Suárez Coppel por PEMEX no fue especialmente lustroso. La Auditoría Superior de la Federación lo investigó por un posible fraude de casi 400 mil millones de pesos, se le acusó de daño patrimonial, estuvo involucrado en la firma de contratos con Odebrecht y fue el artífice de dar carpetazo a las investigaciones del Pemexgate, el desvió de millones a la campaña presidencial del PRI en 2000. Uno pensaría que, después de semejante carrera en PEMEX, el personaje sería el menos indicado para dar consejos sobre cómo administrar la empresa. No fue así.  En 2012, poco antes de su retiro de la vida pública, Suárez Coppel tuvo una idea visionaria que presentó en un congreso sobre energía. La manera de salvar a PEMEX era convertirla en organismo autónomo. ¿Quién lo hubiera pensado?

Suárez Coppel dejó PEMEX en diciembre de 2012, cuando llega al gobierno el PRI de Enrique Peña Nieto. En marzo de 2013 entró a trabajar a Jacobs Nederland, una empresa a la que él, como Director General de PEMEX, había asignado un contrato. La legislación de entonces sobre las “puertas giratorias” era especialmente laxa: bastaba con esperar un año entre salir del gobierno y trabajar para una empresa a la que uno había regulado (o contratado). Suárez Coppel no esperó ni siquiera 4 meses. Eso no es todo. El contrato que le dio como funcionario a su futuro empleador había sido también muy particular: un contrato de prestación de servicios para la refinería de Tula, esa que nunca se construyó.

La biografía profesional de personajes como Suárez Coppel encarna esa madeja de prácticas que hoy llamamos corrupción en el manejo de la política energética. En este ensayo me propongo contribuir a desenredarla.

Corrupción, neoliberalismo y energía

Durante no poco tiempo, como explica Edwin Ackermann[1], el discurso oficial en nuestro país fue que las reformas neoliberales —es decir, aquellas que privatizaban, desregulaban, creaban organismos autónomos— eran una herramienta anticorrupción. 

En las últimas décadas del siglo XX, el símbolo de la corrupción en materia energética no fueron tecnócratas como Emilio Lozoya o empresas como Oceanografía, sino instituciones públicas como PEMEX y CFE que, junto a los líderes de sus sindicatos, eran sinónimo de privilegio, nepotismo y despilfarro. El discurso neoliberal se apropió así de la bandera de la lucha contra la corrupción, incorporándola como parte de su agenda anti-estatal. De acuerdo con esa lógica, la disciplina del mercado resultaba poco menos que un remedio mágico contra toda práctica corporativista, corrupta y clientelar. Piénsese, sin ir más lejos, en la potencia simbólica de acciones como el “Quinazo” en tiempos de Salinas de Gortari o el cierre de Luz y Fuerza del Centro, con Calderón.

El discurso del actual gobierno de México ha sido un intento de darle la vuelta a esta tendencia. Es de sobra conocido que el elemento central de la narrativa política del presidente Andrés Manuel López Obrador (AMLO), es el combate a la corrupción. Lo que no se dice tanto es que esta agenda también está en el corazón de su programa económico y su política energética. La diferencia —y aquí está la novedad histórica de la 4T— es que en este discurso hay una conexión íntima entre corrupción y neoliberalismo, como explica bien Ackerman[2].

Para la 4T, la corrupción es la columna vertebral de una economía política, la del neoliberalismo. Así, la corrupción ya no se entendería como un asunto de crímenes aislados ni como una serie de escándalos de políticos y líderes charros (la teoría de las “manzanas podridas”). Desde esta nueva perspectiva, corrupción es como se define la forma en que se estructuró la relación Estado-economía durante las últimas tres décadas. Un régimen de acumulación privada que redistribuye (hacia arriba) los recursos públicos a través de la maquinaria estatal. 

Sería a través de este régimen que una red de funcionarios y contratistas privados habrían drenado dinero público utilizando una serie de mecanismos tanto legales como ilegales: subcontratación, empresas fantasma, facturas falsas, concesiones y privatizaciones.

Ackerman subraya[3] que el neoliberalismo en México no ha sido tanto un proyecto teórico que tiene que ver con la separación entre Estado y mercado, sino la instrumentación del Estado para el lucro privado. Y aquí la Reforma Energética de 2013 brinda un caso ejemplar: una reforma aprobada gracias a sobornos (tanto a legisladores de oposición por parte del gobierno como a funcionarios del gobierno por parte de empresas privadas) cuya finalidad principal era ampliar la posibilidad de participación privada en la política energética del país.  

Ante esta forma de corrupción, la respuesta no puede ser ya un rediseño institucional sino la modificación de la relación entre Estado y economía. Eso, desde mi lectura, es lo que buscan iniciativas como la reforma eléctrica que hoy se debate. 

La energía como mercancía

Parte fundamental del fenómeno de la corrupción en el sector energético es la creencia de que la energía es una mercancía, no un derecho. Lo dijo de forma transparente uno de los cabilderos privadas con más actividad en redes sociales: la electricidad es “como un gansito”. Lo preocupante de esta concepción es que si bien parte de una lógica específica (la financiera) que puede lucir bien en el papel, en la práctica ha generado una serie de serios problemas para el país, no sólo de orden socioeconómico y medioambiental, sino también de seguridad. Llegamos por fin al tema de la soberanía. 

Llevamos años escuchando cómo, desde el discurso neoliberal e incluso también desde cierto progresismo, la defensa de la soberanía es catalogada como asunto del pasado. Un vestigio atávico y chovinista, más propio de la derecha que de las causas populares, como si no fuera un elemento central de las conquistas de la izquierda. 

Con sorna, nuestros liberales suelen decir que la soberanía no da de comer. La invasión de Rusia a Ucrania ha hecho envejecer súbitamente esta frase. Una de las consecuencias de este conflicto armado ha sido la conversión de algunos de los defensores más férreos de la globalización en independentistas en materia de energía. Véase el caso de Emmanuel Macron[4]. Sin embargo, nuestros expertos no encajan aún este golpe de realidad.  Más allá de la coyuntura, a ellos habría que responder que sin soberanía no se puede hablar de libertad ni seguridad. Y, desde luego, tampoco puede plantearse la generación de condiciones —mínimas, estables— de bienestar. Sin soberanía, estas siempre serán precarias, en tanto que dependen de otros (sea una potencia extranjera o un oligarca). Esta es, por cierto, una de las grandes lecciones de Maquiavelo: la necesidad de fundarse en lo propio[5].

Para reivindicar la soberanía, en México debería bastar con recordar nuestra propia tradición revolucionaria y la defensa soberanista —frente a intereses extranjeros, pero también frente al poder del dinero— que siempre la acompañó. Pero pensemos en un ejemplo actual: el abasto de gas. El gas natural es un combustible necesario para generar energía eléctrica. México tiene amplias reservas de este recurso; sin embargo, es desde hace tiempo un importador neto. ¿Qué ocurre? Como parte de la política de integración energética en Norteamérica, se concluyó que tenía más sentido importar nuestro gas de Texas que producirlo en México. Resultaba “más barato”. Al menos en términos financieros.

¿Cuáles han sido las consecuencias de esta decisión? Las vimos a principios del año pasado. Un accidente meteorológico en Texas desestabilizó por completo el suministro de combustible a este lado de la frontera, con apagones que afectaron a millones. La raíz de este problema es nuestra doble dependencia energética: por un lado, del gas natural como fuente de electricidad; y por el otro, de Estados Unidos como proveedor de este gas.  Pese a ser un productor, México no es independiente en materia de energía: nuestra balanza comercial en la materia es deficitaria por casi 20 mil millones de dólares.

Una última estampa: durante años, el gas natural que PEMEX extrajo del subsuelo junto con el petróleo se ha quemado. Y se ha quemado deliberadamente, pues hacerlo resultaba la opción “más barata”. ¿Un razonamiento financieramente sólido? Sí. ¿Catastrófico en términos socioeconómicos y de seguridad? También.

El problema de las puertas giratorias

El poder económico ha ejercido su influencia en las decisiones públicas a través de varios mecanismos. Uno de ellos es el de las puertas giratorias. Por “puerta giratoria” se entiende el paso de exfuncionarios a compañías privadas de sectores que previamente regularon o supervisaron (o viceversa).  A pesar de que en México un buen número de altos funcionarios han circulado sin problema entre el gobierno y el mundo empresarial, el tema no ha recibido especial atención mediática o legislativa. Con todo, es uno de los mecanismos más claros en los que se ha manifestado la corrupción en el sector energético. 

Las puertas giratorias para salir —cuando un alto funcionario deja el gobierno para pasar a una empresa como directivo, cabildero o consultor en un sector que vienen de regular— son las más comunes. Como expone Ana Castellani[6], el problema aquí tiene dos partes: en primer lugar, que estos movimientos a menudo conllevan un traspaso de contactos, información privilegiada y conocimientos específicos obtenidos en el gobierno que se ponen a disposición de una empresa. Es decir, que son vendidos al mejor postor. 

La segunda parte del problema son los “sobornos diferidos”. La expectativa de que, si un funcionario da un trato benéfico a una empresa en el ejercicio de sus funciones puede obtener una recompensa en el futuro, como un puesto en el sector privado. La perspectiva de un empleo bien remunerado sería el quid pro quo de la promesa de dar contratos, de regular de forma favorable o de no regular en absoluto. 

El problema detrás de ambos tipos de puertas giratorias es la colusión entre poder político y económico y, con ella, la captura institucional: es decir, la pérdida de la autonomía del Estado a la hora de definir sus políticas. El riesgo es que las dependencias del gobierno pasan a servir a los intereses particulares de una minoría en detrimento de la sociedad. No resulta extraño, entonces, que las puertas giratorias sean más comunes en las áreas más sensibles a la regulación estatal y dónde haya más dinero en juego: las comunicaciones, las finanzas y, sobre todo, la energía. 

Las puertas giratorias han sido marca de la casa en la política energética neoliberal: las del propio Suárez Coppel, Director General de PEMEX que trabajó en Jacobs Nederland, a quien le dio contratos como funcionario; las de Georgina Kessel, secretaria de Energía con Calderón y presidenta de la CRE que ahora trabaja para Iberdrola. O Carlos Ruiz Sacristán, también ex Director General de PEMEX y hoy presidente de Sempra-IENOVA, una de las empresas dueñas de 7 gasoductos de los que hablaré más adelante. Se trata de casos llamativos por su nivel e implicaciones políticas. Aún está por escribirse la historia de las puertas giratorias un escalón más abajo, en puestos menos mediáticos, pero donde se realiza el grueso del trabajo en este tipo de instituciones.

Tenemos que hablar de los organismos autónomos

En México, la proliferación de organismos autónomos durante las últimas tres décadas es un fenómeno íntimamente ligado a la política energética. También a la corrupción.

No hay que olvidar que los organismos constitucionales autónomos, más allá de la discusión que podamos tener respecto al papel que les asignamos en una democracia, fueron producto de un contexto político concreto: el del oligopolio de partidos de la transición. La primera generación de estas instituciones nace en los 90; la segunda, con el Pacto por México, el acuerdo que dio verdadera autonomía a instituciones como la Comisión Reguladora de Energía (CRE) o la Comisión Nacional de Hidrocarburos (CNH). 

Fue el oligopolio de partidos de la transición, unido en torno al proyecto económico neoliberal y aceitado con moches y sobornos, el que dio origen a estos organismos, dirigidos por expertos supuestamente independientes. ¿Qué fue lo que pasó? Que, más allá de la teoría, estas instituciones nunca pudieron librarse de conflictos de interés, lealtades partidistas o la influencia de las empresas a las que por mandato deberían regular.

Tomemos por caso el del último comisionado presidente de la CRE, Guillermo García Alcocer, hoy inhabilitado por la Secretaría de la Función Pública tras ser acusado de participar en el otorgamiento de permisos para comercializar combustibles a la empresa de un miembro de su familia. En la sección anterior mencioné a Georgina Kessel, también ex presidenta de la institución como uno de los usuarios más notables de la puerta giratoria. 

Más allá de todo esto, la creación de organismos autónomos en temas tan sensibles como la energía alerta sobre otro tipo de corrupción, no tan mediática, pero igual de destructiva. Me refiero a la corrupción de la propia democracia como forma de gobierno. Algo sobre lo que ha llamado la atención la académica Camila Vergara[7].

Un contexto en el que cada vez más ámbitos de la acción del gobierno, cada vez más decisiones de política pública —hoy hablamos de energía, pero piénsese en cualquier otro— se blindan de la opinión popular, son alejadas de la dinámica electoral y puestas en manos de expertos, difícilmente puede ser llamado democracia. ¿Qué tipo de soberanía existirá en un país donde no importa quien gobierne, las decisiones sobre política energética están tomadas de antemano por tecnócratas que no le rinden cuentas a nadie? Lo que queda, si acaso, es una “democracia vaciada”[8] de contenido, donde la preferencia de las mayorías sólo incide en cuestiones secundarias, pues las políticas fundamentales están deliberadamente fuera de su alcance. 

Mecanismos de despojo

Como régimen de acumulación privada a expensas de lo público, la corrupción ha dependido de una serie de mecanismos que podemos catalogar como formas de “despojo”. Uno de los más notorios fue el del establecimiento de contratos con particulares que resultaban perjudiciales para el Estado. Son los llamados “contratos leoninos”, término popularizado por AMLO y que proviene de una fábula de la Antigüedad.  Quizá el caso más escandaloso —hablando de energía eléctrica— es el de 7 gasoductos contratados a finales del sexenio de Enrique Peña Nieto para transportar gas desde Texas y que contribuyó —entre otras cosas — a la renuncia de Carlos Urzúa a la Secretaría de Hacienda en 2019.

El argumento para construir estos gasoductos era que la Comisión Federal de Electricidad requería de gas natural para alimentar 14 centrales de ciclo combinado y producir energía eléctrica. El problema es que dichas centrales nunca se construyeron, por lo que la empresa estatal debía pagar por gasoductos que no podían ser usados. Por estos gasoductos inactivos, la CFE había pagado ya en 2019 más de 13 mil millones de pesos.

Además de este “pecado de origen”, en los contratos firmados por la CFE con las empresas dueñas de estos gasoductos (entre ellas Sempra-IENOVA, cuyo director en México fue en su momento titular de PEMEX en el sexenio de Ernesto Zedillo) había una serie de cláusulas especialmente ruinosas para el Estado. La primera era la Cláusula 2, que señalaba que el contrato en cuestión tenía como objeto la prestación del servicio de transporte. No obstante, en el mismo contrato se establecía que el proyecto contratado sería además uno de inversión en infraestructura, pues los gasoductos que transportarían el gas natural aún no se construían. Lo que se presentaba como un contrato de transporte, en realidad era un contrato de inversión encubierto. Cuyos costos, además, debían ser pagados en su totalidad por la CFE. El resultado era que el contrato obligaba a la CFE a pagar la construcción del gasoducto sin tener poder sobre su resultado (la infraestructura construida), que quedaba en manos de los privados por décadas.

Otro ejemplo de estas cláusulas era la 22, denominada “Caso fortuito o fuerza mayor”. Lo que establecía esta disposición era que, en caso de que algún evento detuviera o retrasara la construcción de los gasoductos, la CFE debía ampliar los plazos para la entrega de la obra. Sin embargo, no ocurría lo mismo con el pago, que la CFE seguía obligada a realizar desde el día en que originalmente estaba planeada la entrega del gasoducto. Dicha cláusula sirvió para que entre funcionarios de la Comisión y las empresas prestadoras de servicio se generaran hechos de corrupción.

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En el neoliberalismo realmente existente en México, la corrupción ha sido sinónimo de transferencia de bienes y recursos públicos a manos privadas, tanto de políticos como de una amplia red de contratistas y empresarios. Los mecanismos que han engrasado este esquema no han sido sólo moches o sobornos, sino estructuras institucionales que cumplían perfectamente la ley. Esa corrupción no sólo es condenable en términos morales, sino que tiene consecuencias en términos económicos, de seguridad y soberanía. 

Quizá no exista un ámbito en que esto sea más claro que el sector de la energía. En un contexto de crisis global, encarecimiento de combustibles y una transición energética en la que lo que está a discusión no es si ocurrirá o no, sino quién va a dirigirla, la superación de este modelo corrupto es impostergable. No es sencillo. Los Suárez Coppel del mundo, sean sedicentes expertos, cabilderos o parlamentarios (nacionales o extranjeros) opondrán siempre resistencia. Precisamente por eso es por lo que hay que celebrar iniciativas como la planteada por el gobierno en materia de energía eléctrica. ¿Anacronismo? Al contrario: signo de los tiempos.


El autor es politólogo por la Universidad Complutense de Madrid y maestro en políticas públicas por la Universidad de Chicago. Ha sido servidor público y consultor especializado en comunicación, análisis político y democracia.

[1] “El combate a la corrupción como economía política”, en Heredia, Blanca y Hernán Gómez (2021), 4T. Claves para entender el rompecabezas, Grijalbo, México.

[2] Op. cit. 

[3] Op. cit.

[4] “Macron says France must regain control of some energy firms”, Bloomberg, 17 de marzo de 2022.

[5] En El Príncipe, capítulo XVII, “De la crueldad y la clemencia, y si es mejor temido que amado”.

[6] Ana Castellani, “Lobbies y puertas giratorias. Los riesgos de la captura de la decisión pública”, Nueva Sociedad 276, julio-agosto de 2018. 

[7] Vergara (2020), Systemic corruption: constitutional ideas for an anti-oligarchic republic, Princeton University Press, Princeton.

[8] Peter Mair (2013), Ruling the void, Verso, Londres.