DEMOCRACIA Y PODER JUDICIAL: EL ARGUMENTO CONTRAMAYORITARIO Y LA LEGITIMIDAD DEMOCRÁTICA

Durante los últimos días se ha manejado, tanto en medios especializados como en las charlas cotidianas, el argumento de que la imposibilidad de que el poder judicial tenga un proceso de selección por vía de votación para sus miembros, se debe a que se trata de un poder público que tiene, por las características de sus funciones, su encargo y su estructura, una naturaleza “contramayoritaria”. 

El término, que ha encajado muy bien en una cierta narrativa, se ha utilizado como un “referente vacío”[2] por visiones lo mismo abiertamente conservadoras, que aparentemente progresistas, pero igualmente vigilantes de sus propios privilegios. En muchas de estas pláticas, el concepto “contramayoritario” parece ser usado en el sentido de que el poder judicial no sólo puede ir en contra de la decisión y la voluntad de las mayorías cuando es preciso, sino que es su función hacerlo en cada oportunidad posible. 

En un artículo publicado hace algunas semanas (Tapia Argüello, 2023), realicé un breve esbozo sobre la historia de las teorías elitistas de la política y cómo ellas han pervivido hasta nuestros días. Los pueblos griegos, a pesar de ser un referente para la idea de democracia de nuestros países, eran, en su mayoría, bastante poco afectos a la Politeia, es decir, una forma de gobierno que nosotros llamaríamos democrática. Para Sócrates, Platón y Aristóteles, por ejemplo, esta forma de gobierno era ridícula y no hacía nada más que llevar al caos a las sociedades donde se instalaba. Lo mismo podría decirse de los pensadores cristianos, tanto los tempranos como los medievales, que buscan desarrollar en la tierra un reino parecido a la monarquía absoluta de los cielos que ellos mismos asumían que era el paraíso perfecto. 

A lo largo de toda la historia, y fuera de muy breves y limitados espacios, resulta prácticamente imposible encontrar a un filósofo, político o pensador que defienda la idea de que las y los seres humanos nacemos libres y tenemos el derecho de participar en la vida política de nuestras sociedades. Por ahí, quizá, algunas visiones de los llamados estoicos, algunas interpretaciones –bastante minoritarias– del cristianismo primitivo o ciertos momentos en lugares específicos, como la Atenas de Pericles, la República en Roma o los comienzos del reino hitita, serían vistos como pequeñas islas en la historia de la humanidad, que es lo mismo que decir, la historia de la desigualdad (Sartori, 2005).[3]

Con esto en mente, no resulta raro que los resquicios de pensamientos antidemocráticos se mantengan hoy en día, aunque se vistan con ropas modernas y planteen, con “conceptos teóricos novedosos” la misma idea que hace dos mil quinientos años tenía Aristóteles sobre la desigualdad natural de los seres humanos, sobre la imposibilidad del “pueblo” de tomar decisiones adecuadas o bien, incluso, de la superioridad de algunos cuantos elegidos (sin mencionar, claro está, nunca cómo, cuándo, ni por qué son elegidos) como condición de aceptación previa a toda discusión “verdaderamente racional”. 

El caso del poder judicial es en este sentido un caso excepcional. Durante una gran parte de la historia, el “trabajo,” la función social, la actividad que es realizada hoy en nuestras sociedades por los jueces, no era llevada a cabo de la manera en que se hace ahora, con especialistas profesionalizados que se asume, tienen un entrenamiento técnico en la materia. Los griegos -incluso aquellas polei o “ciudades estado” que no tenían un régimen “democrático”- no consideraban a la toma de decisiones que nosotros llamaríamos jurisdiccionales, una actividad alejada de la vida social, sino una parte integrante de tus actividades como miembro político de la comunidad (De Souza, 2006: 56). Durante gran parte de la edad media, la actividad jurisdiccional era múltiple, con sistemas normativos difusos y variados, y en el caso del poder político y sus propias normas, era considerado como una responsabilidad del señor. De esta forma, durante gran parte de la humanidad, la distinción entre poderes ejecutivos y judiciales, o entre la actividad difusa de la sociedad y las decisiones jurisdiccionales, no era tan fija como lo es ahora. 

La centralización de la función jurisdiccional se dio como resultado del ascenso de una forma política específica: el estado moderno. Y este nació, bajo una pretensión absolutista (Anderson, 2007). El monarca asumió para sí todos los poderes públicos, que eran así, centralizados en su figura. Los múltiples sistemas jurídicos que existían, fueron subsumidos por el derecho estatal –no sin resistencias– (cfr. Grossi, 2007, Thompson, 2010, Tigar y Levi, 1986) y la capacidad de juzgar se convirtió en una función de la corona, que por el aumento de los asuntos que tenía que resolver –después de todo, los sistemas múltiples del pasado permitían un escape de la saturación jurisdiccional– creó un cuerpo especializado de funcionarios que actuaban en representación de ella. 

Cuando las revoluciones burguesas atacaron al poder de la corona, la aparente autonomía del aparato que había creado para administrar su función jurisdiccional generó un espacio de excepción para las exigencias democráticas del momento. Esto no fue, sin embargo, algo automático, sino activamente buscado por quienes se encontraban en estos mismos espacios. A pesar de ello, procesos como los tribunales populares, la democracia participativa en la función judicial e incluso la popularización de los juicios por jurado, son elementos que, con mayor o menor medida, se desarrollaron en diferentes países debido a estas exigencias. 

La democratización del poder judicial se construyó, de esta manera, a partir de otro camino. Bajo la construcción de un entramado de condiciones llamado “estado de derecho” se asumió como socialmente necesario el reconocimiento de los mandatos abstractos y previamente establecidos desde una norma impersonal, con procedimientos fijos de controversia, en oposición a la tradicional obediencia de órdenes arbitrarias surgidas en el momento desde el poder. Esto ayudó a que la función jurisdiccional se presentara no sólo como supuestamente ajena a las pugnas políticas, sino incluso como un freno para ellas. A través de esto, su legitimidad se asumió como una cuestión técnica, no de voluntad, lo que le permitía mantener, siempre de acuerdo con esta narrativa, una independencia respecto a las otras áreas del gobierno y basarse en la supuesta neutralidad de la ley. 

En este sentido, el poder judicial ha mantenido una tensión con las decisiones que los representantes democráticamente electos en el poder legislativo, toman como normas de carácter general. Según la teoría tradicional al respecto –una teoría que, de nueva cuenta, se construyó para el estado moderno bajo la visión absolutista del monarca– el poder soberano no puede tener límites en sus decisiones. Incluso bajo la visión moderna, que colocó en una serie fragmentada de sujetos políticos esta figura –el poder soberano reside esencialmente en “el pueblo”, es decir una categoría abstracta que supuestamente es múltiple y diversa– se supondría que las decisiones de éste se colocarían por encima y antes que cualquier tipo de aplicación posible de las reglas del juego. Sería el poder que escribe esas reglas, y como tal, se trataría de un poder ilimitado. 

Para todos es fácil observar que la idea de “soberanía” fragmentada y popular es algo poco más que una metáfora: es un intento de construcción ideológica que pretende ocultar la manera en que se articula el poder público en la realidad (cfr. Clavero, 1997: 186). A pesar de ello, es una metáfora poderosa, que impone límites reales a los poderes fácticos. Si la soberanía reside “en el pueblo” en abstracto y el pueblo, real, concreto, se opone a algo, la capacidad de acción de quien intenta hacerlo se ve reducida. Algo que como como sabemos nunca gusta a los poderes fácticos. 

Por ello, se ha presentado la idea de que más allá de lo que “el pueblo” quiere o decide, existen límites que son infranqueables incluso para él. Es decir, se trataría de un poder soberano que no es verdaderamente soberano, sino que tiene que responder a otro poder. Y la manera en que ese otro poder se construye, la forma en que decide y cómo es que presenta sus propias reglas, se vuelve entonces producto, de nueva cuenta, de decisiones “asumidas”, de verdades “sabidas” e intuitivamente manifiestas. De respuestas que resultan tan obvias, que ni siquiera se explican a sí mismas, porque no tienen que hacerlo. 

El argumento contramayoritario del poder judicial, surge como una crítica a esta idea. Alexander Bickel (1986) escribió una crítica a la cada día más aceptada noción de que los jueces tienen la capacidad de echar atrás las decisiones del poder legislativo. Bajo la idea de Bickel, el legislativo tiene un camino democrático directo de elección, que supera en términos de legitimidad democrática a las condiciones eminentemente “técnicas” tras las que se define la supuesta superioridad en ese aspecto del poder judicial. El título de la obra reproduce una idea que Alexander Hamilton (1789) defendía: que el poder judicial es la parte menos peligrosa de los poderes públicos y que, en ese sentido, podría permitirle ir en contra de la decisión popular. Para Bickel, sin embargo, esta forma de apuntalar al poder judicial, confunde no sólo las posibilidades democráticas de las cortes, sino también y especialmente, magnifica los efectos que las decisiones judiciales pueden tener para los supuestos fines superiores que se perseguirían a través de ellas.[4]

A pesar de realizar su crítica en un momento muy específico -toda su oposición a la idea contramayoritaria se desarrolla por la llamada corte Warren, de carácter eminentemente progresista- el centro de su argumento puede mantenerse también en un momento en que una corte cualquiera se articule a través de un proceso conservador. Existe, con claridad, una transformación de la idea tradicional de soberanía desde los inicios del estado moderno, y especialmente, tras la segunda guerra mundial. Esta transformación se ha construido en dos sentidos. Por un lado, el fortalecimiento de un verdadero derecho internacional, genera límites a los estados para decidir unilateral y arbitrariamente sobre cuestiones internas sin esperar ningún tipo de reacción, como solía hacerse antes; por otro, las resistencias internas, especialmente en países con una reconocida heterogeneidad, como el nuestro, han permitido la creación mecanismos intermedios, autonomías y escalafones que sirven de límite a las acciones concretas desde el gobierno central, que debe hacer caso de esos límites o enfrentar pugnas internas fortalecidas y legitimadas por consensos sociales amplios. Eso ha modificado la equiparación automática entre “soberanía” y voluntad inmediata del poder, pero nada de eso significa que se acepte de manera acrítica la colocación de limitaciones arbitrarias o esenciales sobre esta soberanía. 

Es verdad que las opciones elegidas por la mayor parte de la población como “positivas” pueden estar en contra de grupos que histórica y estructuralmente han sido disminuidos por los múltiples gobiernos de un estado e incluso, por su sociedad en general. Estos grupos, que son lo que puede llamarse minorías, necesitan la protección del poder judicial para no ser efectivamente sobrepasados por la voluntad de grupos más numerosos y con más amplias representaciones sociales en casos concretos. Pero eso no legitima en absoluto, la protección inmediata de cualquier grupo por ser poco numeroso -bajo esa comprensión toda élite, todo grupo político marginal (a pesar de lo negativo de sus ideas) sería entonces una minoría que necesita ser protegida- ni mucho menos, una oposición entre el poder judicial y la voluntad popular. 

Los límites a la soberanía popular, no pueden existir si no es a través de esa misma soberanía. Son límites preconcebidos, con estructuras específicas y mecanismos concretos, con una casuística clara y reglas escritas de antemano. Son parte del estado de derecho y no una excepción que puede usarse cuando algo no nos gusta. Y como tal, deben seguir todas las reglas del juego. No están por encima de ellas, ni son sus vigilantes, sino sus primeros observadores. Cuando no es así, el derecho no se vuelve otra cosa más que un obstáculo al cambio social, algo que en América Latina hemos visto de manera sistemática desde los inicios del Plan Cóndor (cfr. e.g. Novoa Monreal, 1975) y que llevó precisamente, al uso sistemático del argumento “contramayoritario” en los procesos que se conocen como Nuevos Constitucionalismos Latinoamericanos (Barrios-Suvelza, 2018).

En momentos de tensión transformadora, las élites buscarán siempre legitimar sus resistencias a los cambios populares. Y por ello, buscarán apropiarse de los llamados “discursos socialmente prestigiosos” como lo son la ciencia y el derecho (Correas, 2005: 122). Así, suponen, sus resistencias no se verán como resistencias elitistas contra cambios sociales, sino más bien “orden” que resulta “natural” y barrera para cualquier transformación posible. 

En el artículo antes mencionado, he mostrado cómo la idea de meritocracia sirvió para continuar con una visión elitista que tiende a ser antidemocrática en la constitución del poder judicial. En este caso, he pretendido mostrar cómo la forma de elección de los miembros de este poder no es el principal freno para su existencia democrática. La interiorización de una visión sesgadamente “contramayoritaria” como base de la actuación jurisdiccional, convierte al poder judicial en un freno a los cambios sociales, siempre que esos cambios no beneficien a la pequeña élite que se mantiene dentro de los múltiples organismos “expertos” de la interpretación jurídica. Claramente, esto no cambiaría necesariamente con una elección directa. Pero ese tipo de elección, si supondría un peligro para la comprensión “autominoritaria” que pretende colocar como justificación elitista. Por ello, ambos componentes se retroalimentan mutuamente.  

Finalmente, me gustaría recordar, que ahí donde se ve claramente, un corifeo de expertos que pretende deslegitimar todo cambio que no le beneficie, cabe muy bien la anécdota que mi maestro, Oscar Correas, nos solía contar sobre los acuerdos de San Andrés. Los funcionarios/investigadores del Instituto de Investigaciones Jurídicas, se opusieron terminantemente a la firma por parte del ejecutivo –y con ello rompieron los procesos de paz de la región– porque afirmaban que los cambios constitucionales requeridos… Cambiarían para siempre la Constitución. Claro que una reforma que permitiera un cambio en el poder judicial modificaría al poder judicial. Pero esto no es imposible, ni mucho menos tiene un impacto negativo en la percepción de la gente sobre éste. Se trata de cuestiones separadas; y defenderlas como necesariamente vinculadas, es no sólo un error teórico, sino una decisión política. Una decisión, además, que tiende a repetir el espíritu conservador que permea en la formación judicial. 


Referencias

Anderson, Perry (2007), El estado absolutistaMadrid, Siglo XXI. 

Barrios-Suvelza, Franz (2018), “El control contramayoritario como marco de análisis de la influencia del nuevo constitucionalismo latinoamericano sobre la democracia”, Revista Española de Ciencia Política, 47. 

Bickel, Alexander (1986), The least dangerous Branch: The Supreme Court at the bar of politics, New Heaven, Yale University Press. 

Clavero, Bartolomé (1997), “El proyecto de declaración internacional: derechos indígenas y derechos humanos” en Gómez, Magdalena (coord.), Derecho Indígena, México, Instituto Nacional Indigenista, Asociación mexicana para las Naciones Unidas.  

Correas, Oscar (1982), Introducción a la crítica del derecho moderno (esbozo), Puebla, Editorial Cajica.

________ (2005), Crítica de la ideología jurídica, ensayo sociosemiológico, México, Coyoacán.  

De Souza, Raquel (2006), “O direito antiguo” en Wolkmer, Antonio Carlos, Fundamentos de história do direitoBelo Horizonte, Del Rey.

Grossi, Paolo (2007), “¿Justicia como ley o ley como justicia? Anotaciones de un historiador del derecho”, Mitología jurídica de la modernidad, Madrid, Trotta.

Hamilton, Alexander (1789), “The Judiciary Department”, Federalist, 78, desde: https://guides.loc.gov/federalist-papers/text-71-80#s-lg-box-wrapper-25493470

Laclau, Ernesto (1996), Emancipación y diferencia, Buenos Aires, Ariel.

Novoa Monreal, Eduardo (1975), El derecho como obstáculo al cambio social, México, Siglo XXI. 

Sartori, Giovanni, (2005), Elementos de Teoría Políticatomo II: Los problemas clásicos, Madrid, Alianza. 

Tapia Argüello, Sergio Martín (2023), “Poder judicial. Entre la democracia y el mérito”, Revista Tlatelolco, Democracia democratizante y cambio social, desde: https://puedjs.unam.mx/revista_tlatelolco/poder-judicial-entre-la-democracia-y-el-merito/  

Thompson, E. P. (2010), Los orígenes de la ley negra, un episodio de la historia criminal inglesa, Buenos Aires, Siglo XXI.

Tigar, Michell E. y Levy, Madelaine (1986), El derecho y el ascenso del capitalismo, México, Siglo XXI.


[1] Candidato a doctor en Derechos Humanos por el Centro de Estudios Sociales de la Universidad de Coimbra, Portugal. Profesor invitado de la Universidad Católica de Porto. 

[2] Un referente -o significante- vacío es un concepto que, debido al uso indiscriminado que se le da, pierde su significado original y comienza a usarse en muchos sentidos diferentes. De esta forma, su “contenido concreto” es solamente temporal, otorgado por quien lo enarbola en el momento y en ocasiones, puede incluso estar en contra del sentido original del concepto. Para algunos teóricos, este proceso permite una resignificación potencialmente emancipatoria a través de la lucha y la unión de diversas exigencias. Sin embargo, lo contrario es también posible: en la lucha, las tendencias conservadoras buscarán igualmente obtener el control de lo que “significan” las palabras y con ello, controlar lo que se dice con ellas (cfr. e.g. Laclau, 1996: 69) 

[3] Claro que, esa desigualdad ha sido también una historia de lucha, de resistencia, de oposición. Porque esa desigualdad no es natural, sino creada y construida a través de mecanismos sociales complejos de dominio y por lo tanto, blanco de resistencias en todo lugar y momento. Si para Sartori la historia de la humanidad es la historia de la desigualdad, Marx y Engels (1994) recuerdan que esto significa también, necesariamente, que es la historia de la lucha de clases. 

[4] Tiene que tomarse en cuenta que hay una crítica muy profunda a esta idea que reproduce el mismo argumento, pero en sentido contrario. Si las decisiones de las cortes no tienen un impacto significativo en la transformación social positiva –algo que el autor intenta demostrar en otros textos, incluso con decisiones tan profundamente importantes como Brown vs Board of Education– esto no significa que lo tengan en sentido opuesto. Ambas ideas parten del voluntarismo, una visión que piensa que el derecho –ya sea su creación o su aplicación– modifican mágicamente a la sociedad por la voluntad de quien lo empuña. Y esa visión, es no sólo equivocada, sino conocidamente ideologizada (Correas, 1982).