En Hacia una economía moral el presidente Andrés Manuel López Obrador sintetizó, en contraste con el neoliberalismo, su visión sobre el Estado y el mediador de éste con la comunidad política, es decir, el servidor público:
en vez de la agenda neoliberal o neoporfirista, que consiste en la apropiación por unos cuantos, de los bienes de las mayorías, estamos sentando las bases para elevar la honestidad a rango supremo y convertirla en forma de vida y de gobierno; es decir, moralizar para potenciar la gran riqueza material, social y cultural de México. La propuesta implica también promover la igualdad por la que abogaba Morelos hace dos siglos: «Moderar la indigencia y la opulencia»; procurar que el Estado democrático distribuya con equidad, por todos los medios legales, el ingreso y la riqueza del país, siguiendo el criterio de que no puede haber trato igual entre desiguales y que la justica consiste, en esencia, en darle más al que tiene menos.[1]
Desde esta visión, el Estado no es un mecanismo para enriquecer a las minorías, sino aquella instancia que busca distribuir de manera equitativa los recursos, priorizando a los más pobres, pues sólo así es posible construir un Estado realmente democrático. Pero, para que cumpla su propósito, es necesario un nuevo tipo de servidor público, uno que tenga como principio rector de vida y de gobierno a la honestidad, ya que en tanto mediador de él depende cómo se lleven a cabo las funciones del Estado y si éste cumple o no su tarea de garantizar los derechos básicos de todos sus integrantes. De ahí la importancia de comprender la concepción de servidor público que ha inaugurado la Cuarta Transformación, pero que aún falta arraigarse en más leyes y las costumbres políticas. Así que me propongo explorar sus implicaciones a partir de dos momentos: en primer lugar, analizo cómo el neoliberalismo moldeó y distorsionó la figura del servicio público; y en segundo lugar, centro mi atención en cómo el Estado de bienestar plebeyo de los gobiernos progresistas en general, y de México en particular, ha operado con un nuevo tipo de servidor público, indispensable para consolidar la transformación del país.
La neoliberalización del servicio público
El neoliberalismo es, según David Harvey, una “teoría de prácticas político-económicas que afirma que la mejor manera de promover el bienestar del ser humano consiste en no restringir el libre desarrollo de las capacidades y de las libertades empresariales del individuo dentro de un marco institucional caracterizado por derechos de propiedad privada fuertes, mercados libres y libertad de comercio”. El papel del Estado debe restringirse a ser garante del marco jurídico-institucional propicio para el conjunto de esas prácticas y su intervención en los mercados tiene que ser mínima[2].
En México no sólo supuso la contracción del Estado en relación con el mercado, sino que fue el medio a través del cual se aumentaron las ganancias de los privados y, con base en una corrupción sistémica, se llevó a cabo una “redistribución hacia arriba por vía política”[3]. Este mecanismo radicó en transferir los recursos del país al sector privado, dejando en el camino muchos de ellos a los políticos ―en varias ocasiones fungiendo también como empresarios―, los cuales les permitían a los capitales nacionales y trasnacionales maximizar sus ingresos por vías legales e ilegales[4].
Para que fuera posible esa transferencia, se requirió un particular tipo de servicio público. Enrique Dussel ha explicado que “el poder de la comunidad (potentia) se da instituciones políticas (potestas) que son ejercidas delegadamente por representantes elegidos para cumplir con las exigencias de la vida plena de los ciudadanos (esfera material), con las exigencias del sistema de legitimidad (esfera formal), dentro de lo estratégicamente factible”[5]. El representante es, entonces, elegido por la comunidad, para ejercer el poder delegadamente atendiendo las exigencias y necesidades de esa misma comunidad. Por tanto, su función tendría que ser de servicio político, pues es delegado del poder obediencial con el que ha sido elegido por la comunidad[6].
Al ser un delegado, no puede actuar como si fuera la fuente última de la soberanía y la autoridad, pues se debe a la comunidad, así que debe actuar en el nivel institucional acorde con las exigencias y reclamos de ésta. Su función es indispensable, pues la democracia directa no puede ejercerse permanentemente en sociedades complejas, con millones de ciudadanos, sin embargo, existe siempre el riesgo de que el representante o servidor público olvide que ha sido delegado y en sí mismo no es la sede del poder político. Así, el ejercicio del poder del servidor público puede tener dos caras: aparecer como poder obediencial, entendido como el ejercicio del poder con vocación y compromiso para bienestar del pueblo; o, como poder fetichizado, cuando el ejercicio del poder es autorreferente, pues sólo busca el beneficio propio, de los suyos o de la clase burguesa, lo que termina generando la dominación u opresión del pueblo al que supuestamente tenía que representar[7].
De hecho, el segundo caso fue el que ocurrió durante el neoliberalismo. Los representantes, en lugar de actuar como servidores públicos ejerciendo un poder obediencial, se convirtieron en voceros representantes de los capitales nacionales o trasnacionales y ―no en pocas ocasiones― ellos mismos eran los beneficiados de la expoliación legal e ilegal. La función del representante en tanto servicio a la comunidad que lo eligió fue desterrada y sustituida por una actitud de desprecio con caras clasistas y racistas, donde ese mediador sólo servía para complacer a los grandes capitales y abrir boquetes en el Estado para la eventual privatización de distintos sectores.
El servicio público de un Estado de bienestar plebeyo
Cuando Edwin F. Ackerman atina al decir que para eliminar la corrupción no bastaba un nuevo diseño de las instituciones públicas, como lo proponían integrantes de la denominada «sociedad civil» (en su mayoría empresarios, activistas o académicos beneficiarios o simpatizantes del neoliberalismo responsable de tanta desigualdad y corrupción en México), sino que era fundamental reconfigurar la relación entre el Estado y el mercado[8], eso también supone una nueva concepción del servicio público en tanto mediador de la comunidad política y el Estado en la cual ahora ahondaremos.
La austeridad republicana, entendida como la reorganización del gasto público, ajustando «arriba» y redistribuyendo «abajo», con la intención de combatir el neoliberalismo y su corrupción,[9], involucró una reformulación del servicio público, ya que, desde esta medida, el representante es intolerante ante cualquier manifestación de exceso o derroche. Al respecto, en Hacia una economía moral el presidente AMLO explica el origen de la austeridad republicana y la importancia del servidor público en ella:
La austeridad nuestra se inspira en el criterio del presidente Benito Juárez, quien sostenía: «Bajo el sistema federativo, los funcionarios públicos no pueden disponer de las rentas sin responsabilidad: no pueden gobernar a impulsos de una voluntad caprichosa, sino con sujeción a las leyes; no pueden improvisar fortunas ni entregarse al ocio y a la disipación, sino consagrarse asiduamente al trabajo, resignándose a vivir en la honrosa medianía que proporciona la redistribución que la ley haya señalado»[10].
Esa otra forma de comprender al servidor público, retomada en México a partir del 2018, también se encuentra presente en buena parte de América Latina. Con la llegada de los gobiernos progresistas se abrió una forma distinta de concebir al Estado y, por consecuencia, al servicio público.
A partir de esas experiencias, Luciana Cadahia y Paula Biglieri han cuestionado el prejuicio entre las perspectivas liberales contra los populismos por supuestamente estos rechazar las instituciones y el derecho[11]. Desde ese punto de vista liberal y formalista, las instituciones son mecanismos de procedimientos que en manos de expertos sirven para resolver conflictos, y por consecuencia, se abstraen de las pasiones y afectos, de los liderazgos y sus antagonismos. De ahí que los gobiernos populistas les resulten incómodos, pues estos se componen de afectos y liderazgos[12].
Sin embargo, ¿sólo se pueden concebir las instituciones en un sentido liberal? Si se deja de identificar a las instituciones ocupadas sólo por las élites, se abre “la posibilidad de que sea construida por «los de abajo» en términos de un tipo de articulación institucional […] como el momento de institución de derechos (y sus respectivos usos populares)”[13]. Desde esta otra perspectiva, el Estado y sus instituciones se comprenden como un escenario de disputa entre los de abajo y los de arriba, donde los primeros pueden introducir sus contenidos y formas populares en la configuración del Estado, con la intención de que éste responda a sus necesidades[14]. En consonancia con esto, AMLO ha señalado que las diversas reformas constitucionales y a leyes secundarias ha configurado esa institución popular de los derechos: “el nuevo marco legal, en los hechos, es una nueva Constitución acorde con las demandas y la voluntad del pueblo, que decidió emprender la Cuarta Transformación de la vida pública del país por medio de las vías institucionales y legales”[15].
De hecho, el gobierno populista construye o introduce una demanda popular ya hecha a las instituciones por medio del antagonismo que atraviesa a todo el aparato del Estado. A diferencia del enfoque liberal preocupado por eliminar el conflicto, la postura populista busca gestionarlo por medio de las instituciones y la democracia[16]. Aquí Cadahia y Biglieri encuentran un vínculo de los populismos con el republicanismo: “las libertades y las instituciones republicanas tendrían su origen ―y su permanencia― gracias a la desunión, el conflicto y la división social”[17]. De la conjunción de populismo y republicanismo ha surgido en América Latina el “republicanismo plebeyo”[18] que concibe a la libertad de la mano de la igualdad, “es decir, si todos somos iguales, no hay manera de justificar la desigualdad en una república”[19].
Para hacer realidad esta consigna es necesario que los representantes no ejerzan el poder de manera fetichizada. Durante los populismos republicanos, también llamados gobiernos progresistas, el poder obediencial ―llamado así por Evo Morales― ha sido la regla; así, el ejercicio delegado del poder de toda autoridad cumple con la pretensión política de justicia. El político recto es aquel que puede aspirar al ejercicio del poder por tener la posición subjetiva necesaria para luchar en favor de la felicidad empíricamente posible de una comunidad política, de un pueblo[20]. El servidor público con estas características no sucumbe ante los cantos de la sirena neoliberal, pues defiende al Estado, en lugar de abrirle brechas en pro de los capitales nacionales y trasnacionales, porque sólo a través de él se puede avanzar hacia la satisfacción de las necesidades básicas de todos sus miembros. Los resultados en América Latina de este Estado y su respectivo servicio público, entre 2000 y 2015, fue lograr sacar a 70 millones de personas de la pobreza y la extrema pobreza para entrar a formar parte de las clases medias[21].
En el caso de México, la unión de la libertad con la igualdad se ha cristalizado en el lema de la Cuarta Transformación: «por el bien de todos, primero los pobres», que se ha vuelto una realidad como lo demuestran los datos del último informe del Coneval ―la institución encargada de medir la pobreza en el país―, donde se reportó que hay 5.1 millones menos de personas pobres. Este populismo republicano propone un tipo de Estado distinto al del neoliberalismo, en el cual era comprendido como un gestor de oportunidades[22]:
Nuestra propuesta consiste en establecer un Estado de bienestar igualitario y fraterno para garantizar que los pobres, los débiles y los olvidados encuentren protección ante incertidumbres económicas, desigualdades sociales, desventajas y otras calamidades, donde todos podamos vivir sin angustias ni temores. El Estado de bienestar igualitario y fraterno que estamos aplicando tiene como ideal la protección de las personas a lo largo de la vida, desde la cuna hasta la tumba, haciendo realidad el derecho a la alimentación, al trabajo, la salud, la educación y la cultura, la vivienda y la seguridad social.[23]
Si bien es llamado Estado de bienestar, inspirado en parte en los Estados de bienestar de la Europa Occidental durante la época de la posguerra, situado en estas nuevas coordenadas, propongo denominarlo un Estado de bienestar plebeyo, pues su tarea es ser garante de derechos, en tanto la mueve una visión republicana, pero a partir de su defensa y construcción impulsada desde abajo, es decir, populista, teniendo como protagonistas a los sistemáticamente oprimidos y excluidos[24]. Sin embargo, esto sólo es posible si el servidor público ejerce el poder que le ha sido delegado por la comunidad como poder obediencial, porque comprende que su función radica en trabajar para elevar a derechos colectivos las demandas populares que lo pusieron en el lugar que ocupa como mediador.
Conclusiones
Resulta fundamental ese nuevo tipo de servidor público para lograr en México lo que Álvaro García Linera ha llamado las reformas progresistas de segunda generación: reforma tributaria, repatriación de fortunas en paraísos fiscales, nacionalización de grandes empresas en sectores estratégicos, transición energética con industrialización y democratización del nuevo ciclo de alza de precios de las materias primas, impulso a la economía digital y democratización de la gran propiedad[25].
El Estado de bienestar plebeyo de la Cuarta Transformación ha inaugurado una nueva forma de entender el servicio público en la historia de México, pero apenas ha empezado a imprimir su sello en los marcos jurídicos. La Ley Federal de Remuneraciones de los Servidores Públicos ha sido un primer gran paso, no obstante, aún debe expandirse en todos los niveles de gobierno (más en el municipal que es el más cercano a la gente y, paradójicamente, en muchos casos el más fetichizado) y en el Poder Judicial, así como en los llamados organismos autónomos. La consolidación de ese otro Estado de bienestar promovido por el republicanismo de la Cuarta Transformación requiere servidores públicos dispuestos a defender el Estado frente a los intereses de los grandes capitales y a ser portavoces del sentir del pueblo, para lo cual se requiere profanar el fetiche del funcionario público, y así, efectivamente servir a la gente, es decir, ser un servidor público plebeyo.
Bibliografía
Ackerman, Edwin F., “El combate a la corrupción como economía política”, en Blanca Heredia y Hernán Gómez (coords.), 4T, claves para descifrar el rompecabezas, Grijalbo, México, 2021, pp. 159-178.
Cadahia, Luciana y Paula Biglieri, “Profanar la cosa pública: la dimensión plebeya del populismo republicano”, Temas, no. 108-109, pp. 12-18, 2022.
Dussel, Enrique, 20 tesis de política, Editorial Siglo XXI, España, 2006.
García Linera, Álvaro, La política como disputa de las esperanzas, CLACSO, Buenos Aires, 2022.
López Obrador, Andrés Manuel, Hacia una economía moral, Editorial Planeta, México, 2019.
* Egresado de la Maestría en Filosofía de la FFyL, UNAM; Licenciado en Filosofía por la misma universidad y Licenciado en Historia por la ENAH. Integrante del Comité Editorial de Memoria.
[1] Andrés Manuel López Obrador, Hacia una economía moral, p. 61 [Cursivas mías].
[2] David Harvey, Breve historia del neoliberalismo, p. 6.
[3] Edwin F. Ackerman, “El combate a la corrupción como economía política”, en Blanca Heredia y Hernán Gómez (coords.), 4T, claves para descifrar el rompecabezas, p. 165.
[4] Ibíd., p. 166.
[5] Enrique Dussel, 20 tesis de política, p. 36.
[6] Ibídem.
[7] Ibíd., pp. 36-39.
[8] Edwin Ackerman, op. cit,, p. 170.
[9] Ibíd., pp. 171-172.
[10] Andrés Manuel López Obrador, op. cit., p. 75.
[11] Luciana Cadahia y Paula Biglieri, “Profanar la cosa pública: la dimensión plebeya del populismo republicano”, p. 12.
[12] Ibíd., p. 13.
[13] Ibídem [Cursivas en el original].
[14] Ibíd., p. 14.
[15] Andrés Manuel López Obrador, op. cit., p. 89.
[16] Ibíd., pp. 14-15.
[17] Ibíd., p. 17.
[18] Ibídem.
[19] Ibíd., p. 16.
[20] Enrique Dussel, op. cit., p. 37.
[21] Álvaro García Linera, La política como disputa de las esperanzas, p. 57.
[22] Andrés Manuel López Obrador, op. cit., p. 140.
[23] Ibíd., p. 142.
[24] Ibíd., p. 139.
[25] Cfr. Álvaro García Linera, op. cit., pp. 69-93.