A principios del siglo xxi, las nuevas izquierdas obtuvieron sonadas victorias electorales en los principales países de América Latina. En 1999 fue elegido en Venezuela Hugo Chávez, con amplia mayoría, para permanecer en el mandato hasta su muerte, en 2013. En 2002, en Brasil, Lula derrotó a Fernando Henrique Cardoso, representante del “posibilismo” neoliberal; hasta hoy, el gobierno de centroizquierda se mantiene en el poder, con Dilma Rousseff. En 2005 se produjo el aplastante triunfo de Evo Morales en Bolivia; a fines de 2014 se presentó y ganó la cuarta reelección; durará en el encargo al menos 14 años. Daniel Ortega fue presidente en Nicaragua en los lapsos 1985-1990 y 2007-2011, y se reeligió por tercera vez en 2012. En 2006, Rafael Correa ganó con mayoría absoluta en Ecuador su primer periodo; fue reelegido dos veces, hasta 2017. En Argentina, Néstor Kirchner asumió la presidencia para el periodo 2003-2007. En ese año resultó elegida Cristina Fernández de Kirchner, a la cabeza de una coalición de centroizquierda, y ganó por mayoría absoluta un segundo periodo, que termina este año. Tras una resistencia empecinada a la privatización de compañías públicas en una serie de referéndum, en Uruguay triunfaba en los comicios de 2004 Tabaré Vázquez, representante de un amplio frente de centroizquierda. Lo siguió José Mújica en 2010, y regresó Tabaré Vázquez, quien acaba de iniciar su segunda administración, que terminará en 2020. En El Salvador, hasta 2009 la izquierda no tuvo acceso al poder: tomó posesión Mauricio Funes, del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional. Al terminar su régimen, en 2014, otro compañero de partido y su ministro de Educación ad honorem, Salvador Sánchez Cerén, ex comandante de las guerrillas, venció en las urnas y gobernará hasta 2019. Si a esa lista agregamos a Cuba, que persiste en su proyecto socialista y ha logrado sonada victoria al obligar a Estados Unidos a negociar el levantamiento del bloqueo sin concesión política del Estado revolucionario, tenemos una estimulante imagen de las posibilidades de una izquierda reformista en América Latina en pleno dominio mundial del neoliberalismo.
Esas victorias se deben en buena parte a la crisis del Estado neoliberal, envuelto en contradicciones insolubles: por un lado, debe promover la extracción de riquezas con un flujo nulo o exiguo de inversiones productivas (compra de empresas locales), un proceso que en lugar de crear formas de riqueza se apropia de las existentes para depredarlas. De ahí que algunas funciones de ese Estado se vuelven imposibles: la redistribución permanente del poder entre distintos sectores de la clase dominante; la cooptación de grupos sociales (sindicatos, organizaciones populares y otras de naturaleza clientelista) para facilitar el control y la represión de las mayorías populares.
La nueva izquierda ha construido en esos países un importante consenso social para enfrentar la hegemonía de la fuerzas neoliberales, sustentado en medidas democráticas que reconocen las desigualdades sociales como resultado de las relaciones de libre mercado y cohesiona la democracia exclusivamente electoral. Sostiene el rescate de la soberanía nacional, en particular los recursos naturales en las decisiones políticas, reivindica el papel del Estado como compensador de los efectos negativos del mercado. En algunos casos promueve la descolonización cultural y política. Eso ha permitido cuestionar el imposibilismo, el lema de Margaret Thatcher: “No hay otro camino”.
Una de las limitaciones de esos gobiernos estriba en que muchas veces se ven obligados a gobernar en coaliciones donde participan no sólo fuerzas políticas de izquierda sino algunas incluso de centroderecha. Eso impone muchas limitaciones a su quehacer político.
Los logros comiciales de los candidatos opuestos al continuismo neoliberal y sus múltiples reelecciones demuestran un gran y creciente apoyo social, frente a políticas que en aspectos básicos responden a necesidades populares. Democracia participativa, elevación del nivel de vida de las mayorías, respeto de las diferencias étnicas y nacionales, lucha contra el desempleo, austeridad en los gastos del Estado y mejora de los servicios públicos son algunos de los rasgos frecuentes de esos gobiernos.
Así, en la primera década del nuevo siglo, la situación política y social en el subcontinente ha cambiado de manera fundamental. El clima ideológico es distinto y supondría un error subestimar la influencia de este fenómeno. Tras un dominio turbulento y con frecuencia dictatorial de una serie de gobiernos marcadamente neoliberales, el ascenso de fuertes movimientos sociales y protestas ciudadanas y obreras culminaron en la victoria de corrientes o partidos de centroizquierda o de izquierda. Cada una de esas fuerzas plurales tiene sus características nacionales peculiares y difiere de la de los otros países. Pero también comparten rasgos comunes, los cuales les han permitido colaborar en una serie de iniciativas internacionales y continentales y desarrollar amplia solidaridad política frente al imperialismo estadounidense. Esto nos faculta para formular algunas reflexiones sobre su camino al poder y su desempeño como fuerzas gobernantes.
Una mirada general a la historia reciente de América Latina permite constatar los graves obstáculos que enfrentan los gobiernos animados por el deseo de acabar con la funesta historia del neoliberalismo en la región: su dominio en la esfera económica se mantiene pese a que los ciudadanos lo han rechazado una y otra vez en las urnas. Eso se debe en gran parte a la acción de los numerosos instrumentos financieros y comerciales para disciplinar a gobiernos rebeldes. En primer lugar está la presión de los acreedores sobre gobiernos fuertemente endeudados para rechazar programas que no están en el “pensamiento único”. Luego, en una larga lista de condicionamientos por organismos como el FMI o el Banco Mundial, pero asimismo los de comercio internacional y el Banco Interamericano de Desarrollo. También se expresa en el condicionamiento de asistencia técnica y la manipulación ideológica aplicada por los medios de difusión masiva, controlados casi en exclusiva por las colonizadas oligarquías locales.
El legado del neoliberalismo en la región se siente todavía en la tensión entre “la mano derecha” de los Estados, encargada en mantener la ortodoxia económica; y “la mano izquierda”, que por lo general representa los ministerios de gobernación, defensa, educación, salud, trabajo y bienestar social. La primera empuja para conservar la orientación neoliberal; y la segunda, para impulsar una nueva dirección popular.1
Sin duda, los gobiernos de centroizquierda y de izquierda han puesto en práctica políticas progresistas a veces sin salirse por completo del modelo neoliberal. En Brasil son notables las medidas de redistribución y elevación del salario mínimo, las cuales han disminuido el número de pobres; la política internacional que ha desempeñado un papel determinante en la formación de tratados de libre comercio, otros organismos latinoamericanos y la participación en los BRICS, que van creando bloques de colaboración internacional libres de la intervención estadounidense. Sobre la virtud principal de Lula, Emir Sader escribía: “Es la de la capacidad de construir alternativa al neoliberalismo en tiempos de absoluta hegemonía neoliberal, en escalas mundial, regional y local. Lula supo traducir el planteamiento histórico del Partido de los Trabajadores, prioridad de lo social, en políticas concretas, para lo cual tuvo que construir el esquema político que viabilizara un gobierno con esa prioridad, en condiciones en que no tenía mayoría en el Congreso”.
En Bolivia, la izquierda representa una sociedad abigarrada, con múltiples movimientos que tienen raíces a la vez en sectores modernos, comunidades agrarias e incluso pueblos nómadas, en asociaciones étnicas, productivas, asociativas y culturales, que encarnan diversas formas de organización y participación. Los ensayos de reforma institucional y constitucional no han impedido a Bolivia tener una economía sólida. En el gobierno de Evo Morales, el PIB se ha duplicado y las tasas anuales de crecimiento son altas. La estabilidad macroeconómica resulta ejemplar. Los intentos de la derecha por desestabilizar el país han fracasado, y la participación de los indios y los mestizos en todos los renglones de la vida ha aumentado considerablemente.
En Venezuela, el desarrollo más importante acaso sea la implantación de nuevos medios de participación popular y el cambio de la cultura política con la inclusión de la mayoría pobre, históricamente excluida. La presencia activa de las “clases peligrosas” en la escena política, cada vez más informadas, movilizadas y organizadas, decididas a salir de su pobreza, falta de educación y de salud y de la pasividad anterior, explica el violento rechazo del chavismo por las clases medias y altas, caracterizadas por su racismo. La oligarquía ve en las hordas chavistas una amenaza a sus privilegios y culpa al chavismo de la polarización de la sociedad venezolana, lo cual en realidad responde a la lucha de los pobres por la igualdad y a la desesperada resistencia de las oligarquías y sus aliados internacionales.
A la vez que aparecen problemas económicos por la caída de los precios de las materias primas, en los dos o tres últimos años los gobiernos de izquierda de América Latina han estado bajo constante ataque. Se trata de una nueva estrategia: los golpes blandos para derribar a sus presidentes democráticamente electos. Con campañas mediáticas que incitan al descontento social y la deslegitimación política, provocan la violencia en las calles, guerras psicológicas y paros. Con ello se trata de transformar “a una minoría política en mayoría, ampliando sus reclamos, crispando las controversias y desgastando a la verdadera mayoría que gobierna, con el propósito de causar la caída de los gobernantes por actos judiciales o parlamentarios. Desde Ecuador, que está en el ojo de la tormenta, Rafael Correa advierte que se trata de una estrategia continental que va a continuar. Aplicada primero en la República Bolivariana, que pasa por momentos económicos difíciles, siguió contra Dilma Rousseff, Cristina Fernández y Evo Morales. Desde junio del año pasado se han multiplicado las protestas violentas en Quito y Guayaquil intentando desestabilizar el gobierno. Correa ha llamado varias veces al diálogo nacional para debatir sobre equidad, distribución de la riqueza y los beneficios populares que tendrían las nuevas leyes sobre herencia y plusvalía, pero la ultraderecha ha rechazado las propuestas. En Brasil han utilizado el escándalo de la corrupción en Petrobras y la política de austeridad para que una gran campaña mediática y protestas coordinadas exijan la renuncia de la presidenta. En Bolivia, el Comité Cívico Potosinista ha llevado a cabo protestas que siguen el guion violento de los llamados ‘comités cívicos’, utilizados por la derecha para bloquear la gestión progresista de Evo Morales. A esas provocaciones, los mandatarios de centroizquierda han respondido llamando al diálogo para resolver los conflictos y atender sus demandas. Cada día es más claro que las luchas continuarán y se agudizarán, y que se puede avanzar sólo acelerando las reformas y ampliando el apoyo popular de los gobiernos de centroizquierda e izquierda”.
La trayectoria de México durante ese periodo es completamente diferente y aún opuesta a la de los gobiernos latinoamericanos donde la nueva izquierda ha ascendido al poder. Aquí, el neoliberalismo ha entrado por la puerta grande desde mediados de la década de 1980; los gobiernos tenidos a partir de entonces han seguido al pie de la letra sus principios. Carlos Salinas de Gortari, Ernesto Zedillo Ponce de León, Vicente Fox Quesada, Felipe Calderón Hinojosa y Enrique Peña Nieto han mantenido la línea trazada por el “pensamiento único”. Los dos partidos que se han sucedido en el poder han aplicado las mismas recetas; aseguraran la continuidad y demuestran que constituyen un bloque neoliberal cerrado, desde 1988 hasta el presente. En el ambiente ideológico en que vivimos, “sentido común” significa obediencia irrestricta a las políticas del FMI y, más aún, a los exponentes teóricos del Consenso de Washington. Según esto, nos hallamos bajo el dominio de la globalización neoliberal, y no hay opciones fuera de ella. Por tanto, para no estar en conflicto con los tiempos debemos aceptar silenciosamente sus mandatos. También conforme a esto, el definitivo triunfo de los mercados se traducirá en una política económica homogénea para todos.
El Estado mexicano se ha retirado de sus funciones económicas como inversionista y agente activo del desarrollo económico a través de la desregulación, la cancelación de los programas de fomento económico, la privatización de las empresas públicas y la reducción de los salarios reales. La apertura comercial indiscriminada y la “reconversión industrial”, que impone el dominio de las maquiladoras orientadas a la exportación, son dos caras del mismo proceso.
La firma del Tratado de Libre Comercio de América del Norte, mejor conocido como “NAFTA”, abrió en 1994 las puertas irrestrictamente a la inversión extranjera, fundamentalmente estadounidense. Se privatizó la banca y se dio fin a la reforma agraria, lo que abrió la puerta a la privatización de los ejidos. La economía informal adquirió carácter estructural, y ello prueba de que la demanda decreciente de trabajo en la producción se ha transformado en un excedente crónico alucinante de trabajadores: 50 por ciento de la fuerza laboral está en la economía informal. El único éxito de relevancia ha consistido hasta ahora en convertir el país en un importante exportador de productos industriales, lo que se ha confundido con la incorporación al proceso de globalización. Éstos pasaron de representar 28 por ciento de las exportaciones en 1994 a 48 en 2007. El éxito de México como exportador de manufacturas se refleja en términos de valor corriente: en 1980, éstas eran de mil 868 millones de dólares; y en 1990, de 11 mil 567 millones. En 2002 se producía ya 1 millón de automóviles en México, 66 por ciento más que en 1994, y el ritmo de crecimiento siguió siendo alto en los años siguientes. De esa manera, podemos hablar de dos economías: la exportadora de manufacturas, que crece a buen paso; y la ligada al mercado interno, del todo estancada. Además, las maquiladoras que explican este aumento son principalmente extranjeras; su integración con la industria nacional y los salarios resultan muy bajos.
Desde 1988, la economía y la sociedad han conocido cambios profundos a partir de un golpe de Estado pacífico dirigido por una tecnocracia formada en Chicago; se resumirían en las siguientes manifestaciones: 1. Sustitución del sistema mixto de la economía por uno basado en el libre mercado; 2. Prioridad absoluta en el equilibrio macroeconómico; 3. Desregulación del sector financiero; 4. Liberalización del comercio exterior; 5. Amplia apertura de la economía a la inversión extranjera directa; 6. Privatización casi completa del sector público; 7. Privilegios para el sector privado y suspensión de los subsidios favorables a las mayorías; 8. Sistema político multipartidista; 9. Abandono de la ideología del nacionalismo revolucionario por una neoliberal; 10) Reforma de la Ley Federal del Trabajo, con la nulificación paulatina de las ventajas adquiridas por el sector obrero; 11. Sustitución de la educación media y superior pública por la privada; 12. Restitución paulatina de la injerencia de la Iglesia en la política; 13. Permanencia del desmantelamiento de los ejidos y las comunidades, sobre todo los de recursos turísticos, ecológicos, pesqueros y semiurbanos; y 14. Rigurosa continuidad de las políticas de subordinación a Estados Unidos. Con las reformas de Peña Nieto aprobadas en los 20 primeros meses de su periodo, la energética, la educativa, la laboral y la político-electoral, se culmina el proyecto de nación estrictamente neoliberal.
En México, la reforma electoral ha abierto canales a la expresión popular. El sistema tripartito surgido creó en un principio esperanzas. No por casualidad en dos ocasiones la irrupción tumultuosa popular en la política se realizó a través de las elecciones de 1988 y 2006. La tesis de la “transición democrática” se extendió entre los intelectuales. Tal parecía que sólo restaba discutir el cómo, cuándo y dónde se daba cada paso en la culminación del proceso. Ahora sabemos que ésa fue una ilusión. Se ha producido una regresión antidemocrática que, progresivamente, ha vaciado de todo contenido popular el sistema. Los asuntos que afectan el bienestar colectivo se han transformado en “problemas técnicos”, cada vez más alejados de la voluntad popular electoral y transferidos al quehacer de los “expertos”. En el presente tenemos una democracia extraordinariamente primitiva, marcada por el clientelismo, el corporativismo y el obstáculo decisivo de la desigualdad económica extrema que impide la realización de toda igualdad política. Hay una política específica de ayuda social dirigida a los núcleos “peligrosos” y una nueva clase media construida con base en crédito que, si bien dividida, es en su mayoría favorable a la situación actual.
Sin embargo, dos fraudes electorales, el de 1988 y el de 2006, el distanciamiento de la clase política de los grandes problemas sociales, el crecimiento del crimen organizado y de la corrupción masiva pone en riesgo la democracia incipiente recién conquistada. Las viejas formas de dominio tienen una reciedumbre mayor que el cambio democrático. A partir de 2006, el ejército ha sido sacado a la calle con el objetivo explícito de la lucha contra el narcotráfico. Pero ahora adquiere un sentido represivo, que los sucesos de Ayotzinapa evidenciaron. Los miles de desaparecidos y muertos no son sólo personas ligadas al narcotráfico y al crimen organizado sino, también, activistas reales o potenciales de los movimientos sociales, preferentemente jóvenes. Se constituye un Estado militarizado, donde la corrupción es la intermediaria entre crimen y política.
En todos los sentidos, México marcha a contracorriente de los logros de los movimientos sociales, los partidos de la nueva izquierda y de los gobiernos progresistas de Latinoamérica. Va a paso acelerado hacia una subordinación a Estados Unidos, en un bloque donde no tiene otro papel que el del ratón frente al gato. Seis presidentes neoliberales, dos partidos que se alternan en el poder y cuyas ideas coinciden con las del “pensamiento único” es el balance político de los últimos 33 años.
No faltan las opciones económicas ante el proyecto neoliberal, expuestas con detalle por diferentes grupos de intelectuales; el factor que impide el cambio en el país es político. La izquierda mexicana no ha podido realizar el paso a otro régimen y orientación producido en la mayor parte de América Latina para colocar los aspectos social y popular en el centro. En parte, esto se debe a los fraudes electorales, la represión y las campañas publicitarias que el bloque de derecha en el poder ha puesto en marcha. Pero también —hay que decirlo— a atrasos, errores y corruptelas de la propia izquierda. Si ésta no corrige el rumbo, la situación no cambiará. Para todo quien se siente parte de ella, la tarea más urgente y actual es hacer un balance de estas tres décadas de vida de la nueva izquierda nacida en el país en 1988. “Es necesario comenzar preguntándonos —como escribía Gramsci— por qué perdimos, qué éramos, qué queríamos, adónde pretendíamos llegar” y adónde hemos llegado.
Sí, ¿adónde hemos llegado? A una izquierda electoral dividida y una social dispersa. A gobiernos locales supuestamente de izquierda que no representan al pueblo y participan en las redes de corrupción de la derecha. Al vacío ideológico y el dominio pedestre de un pragmatismo desprovisto de todo principio ético. Y, sin embargo, la nueva izquierda mexicana nació como las demás de América Latina: a raíz de un gran movimiento popular. Fue precedida por un gran movimiento de solidaridad popular tras el sismo de 1985, las movilizaciones de los estudiantes del CEU en 1986, las luchas por la vivienda de múltiples organizaciones vecinales, por los recios movimientos sindicales reprimidos a partir de 1982, por los movimientos guerrilleros del periodo 1960-80.
A la candidatura de Cárdenas se sumaron decenas de organizaciones de todo tipo y centenares de miles de ciudadanos de cualquier credo: nacionalistas, comunistas, trotskistas, antiguos guerrilleros, cristianos de la teología de la liberación. Durante los primeros años de vida del PRD se obtuvieron victorias importantes, en muchos frentes, entre ellas los 17 años de gobierno en el Distrito Federal. Pero poco a poco se impusieron prácticas nocivas. El PRD tal como fue concebido e impulsado originalmente ya no existe; cuatro tendencias centrales lo han alejado de sus raíces y carácter de izquierda: 1. La cultura antidemocrática, que propicia la corrupción y la impunidad en el partido; 2, El alejamiento del partido de los movimientos populares, sus luchas y demandas, locales y diversas y la concentración exclusiva en el objetivo electoral; 3. Los malos gobiernos y representantes populares del PRD, que dieron y dan la espalda al pueblo y a su ideario de izquierda; y 4. La pérdida de autonomía y la colaboración con la derecha, desde las alianzas electorales hasta el apoyo de reformas neoliberales.
Nuestra meta no se reduce a la elección de un presidente: se aspira a cambiar la orientación actual de la política, que ha sumido a la sociedad mexicana en un estado que Durkheim llamó de anomia. En esas condiciones ha surgido el Movimiento Regeneración Nacional (Morena), impulsado por Andrés Manuel López Obrador. En un periodo breve ha logrado construir un movimiento que poco a poco adopta las características de partido político. En las elecciones de 2015 logró una votación importante en varias partes del país, especialmente el Distrito Federal. Más allá de esos resultados se sitúa el efecto político que produjo en la opinión pública y el ánimo que despertó en la población descontenta al probar que puede vencerse a las alianzas oligárquicas. Entre los logros de Morena deben destacarse el conjunto de principios ético-políticos que destacan la posibilidad de hacer política en una forma distinta de la impuesta por el PRI.
Sin embargo, el nuevo organismo enfrenta retos importantes y necesita probar su orientación, estilo y honestidad frente a ellos. La formidable maquinaria y cultura corporativas heredadas de 80 años de dominio priista no serán fáciles de vencer, pero si la nueva organización cae en los vicios que caracterizan hoy al PRD, su futuro puede ser el mismo. Se acercan tres años decisivos de pruebas continuas: mantener libre de corrupción el partido-corriente; derrotar los intentos de disolver los estatutos democráticos para imponer las leyes seculares del clientelismo y el caciquismo en el partido; asegurar que los gobiernos locales de Morena respondan íntegramente a los deseos de sus electores pese a las grandes dificultades impuestas por la estructura federal en manos del gobierno de derecha que rige el país; enfrentar a los medios, cuya mayoría responde a la oligarquía en el poder; salir a explicar con paciencia a los ciudadanos del campo y a los de la ciudad los problemas del país y cómo resolverlos. El ciudadano no es sólo un elector, y la izquierda no puede contentarse con el voto ni la propaganda electoral sustituir la explicación; el cambio comienza hoy con la construcción de una nueva hegemonía. Hic Rhodus, hic salta.
1 Barret, Patrick, Daniel Chávez y César Rodríguez-Garavito. The new Latin American left: utopia reborn, Pluto Press, 2008, p. 21.
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